Eran las dos de la madrugada cuando a Pablo le despertaron los gritos y el sonido de la puerta de casa. Podía escuchar la voz pesada y áspera de su padre aplastando el tono frágil de su madre. Pablo se despojó de las sábanas, se acercó a la puerta de su cuarto y apoyó la oreja sobre ella.
—Por favor, Anselmo —dijo la voz de su madre—. Déjalo tranquilo.
—No —gritó la voz de su padre—. Se viene conmigo.
—Solo tiene doce años.
—Apártate.
—Basta, por favor.
Escuchó los pasos de su padre a lo largo del pasillo, acercándose a la habitación. Pablo volvió a la cama y se hizo el dormido. Su padre abrió la puerta de un golpe.
—Hijo —dijo con la respiración fatigada—. Vamos, levanta, hijo.
—¿Qué pasa? —preguntó Pablo.
—Vas a ayudar a tu padre.
—¿Qué ocurre? —volvió a preguntar.
—Eso no importa. He dicho que te levantes.
Pablo salió de la cama. Su padre lo agarró por el brazo y lo sacó a rastras de la habitación. El chico vio a su madre llorando al fondo del pasillo, pegada contra la pared, tapándose la cara con las manos. Salieron de la casa y bajaron las escaleras. Su padre abrió la puerta del portal y Pablo, todavía en pijama y descalzo, salió detrás de él. Lo siguió hasta que estuvieron cerca del bar de la esquina. Su padre se paró en seco.
—¡Eh! —gritó—. ¡Tú!
Pablo vio a un hombre en la puerta del bar. Parecía joven, mucho más joven que su padre.
—Con mi hijo delante no eres tan valiente, ¿verdad? —dijo desde lejos.
Pablo contemplaba la escena detrás de su padre. El hombre permanecía callado, observándolos.
—Eres un mierda y un pelele —gritaba su padre, haciendo gestos con los brazos, lanzando puñetazos al aire. Después se dio la vuelta, miró a Pablo y se rió.
—Vamos, hijo —le dijo—. Este no vuelve a meterse con nosotros.
El chico se fijó de nuevo en el hombre joven, que los miraba negando con la cabeza. Su padre lo agarró otra vez por el brazo y lo llevó hasta el portal. Subieron las escaleras y entraron de nuevo en la casa. Su padre fue hacia el salón, tambaleándose, y se tiró encima del sofá de cuero. Pablo se quedó quieto en la puerta, observándolo.
—Chico —dijo su padre—. Eres un cobarde —se quedó mirándolo, con la vista cansada, y volvió a reírse—. Pablo fue hasta la cocina y vio a su madre en silencio, sentada en una silla de mimbre. Ella le sonrió, y cuando escuchó a su padre gritar algo, se levantó muy rápido y salió de la cocina. La vio entrar en el salón y cerrar la puerta. Pablo se acercó y puso la oreja sobre ella. Cuando escuchó el primer golpe se apartó, salió corriendo hasta su habitación y se metió en la cama. Se tapó, cubriéndose la cabeza, deseando quedarse dormido. Deseando que se hiciera de día.