Durante poco más de dos horas

Había decidido no volver a pisar la calle. A partir de ahora, enviaría sus páginas a través de una débil conexión. Nunca más tendría que volver a ver esas caras que tanto le disgustaban, y lo que era mejor, no tendría que disimularlo. Para alimentarse, pensó, le bastaría su enorme biblioteca, y si no fuera suficiente, alternaría con toda esa colección de películas de los setenta que, por ser originales, ocupaban un espacio que jamás habría sabido llenar con otra cosa. La felicidad, tímidamente, iba ganando terreno al aparente vacío, así que optó también por cerrar las ventanas, para evitar así fugas indeseadas. Durante poco más de dos horas fue la persona más libre que existió dentro de una cárcel hermética. Pero aquella libertad duró menos de lo que había previsto. La plenitud espiritual en su cosmos recién concebido fue alterada repentinamente por un dedo que pulsaba un botón dos pisos más abajo. Algo así como la corneta que turba el descanso del guerrero. Tres timbrazos al portero fueron demasiados para soportar y resignado contestó al teléfono colgante de la pared. Desde la calle, la voz del casero, el dueño verdadero del castillo, le recordaba que su contrato había expirado hacía meses, tantos como quejas, amenazas, citaciones y denuncias llevaba recibiendo nuestro héroe emancipado. Por si fuera poco, aquel entrometido no se había atrevido a venir solo. Una docena de policías aguardaban impacientes, dispuestos a desalojarle de su propio sueño. Acorralado, como el orgullo del penitente, nada pudo hacer por evitar la profanación. Ni ruegos ni llantos detuvieron la implacabilidad de los asaltantes, de los legítimos.

Ya en la calle, pudo ver que de nuevo se abrían las ventanas. Y por ellas, al igual que sus libros y películas, volaba, torpe y sin destino, la felicidad conquistada.

Por Manuel Nuño

Ya no quedan jardines en Neo-Tokio; el rencor reveló mi croatoa.
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