El 5 de noviembre de 1999 Tyler Durden llegó a la gran pantalla con su look engominado, la biker roja y un discurso que azuzaba la conciencia noventera: “La publicidad nos hace desear coches y ropas, tenemos empleos que odiamos para comprar mierda que no necesitamos. Somos los hijos malditos de la historia, desarraigados y sin objetivos. No hemos sufrido una gran guerra, ni una depresión; nuestra guerra es la guerra espiritual, nuestra gran depresión es nuestra vida”, argumentaba entre masculinidades heridas y semidesnudas, desesperadas por salirse de la rutina a golpe de puño.
Por Tamara Iglesias
Pero lo que Durden no nos dijo es que la lucha espiritual y la frustración existencial nos parecerían más benévolas que la adaptación a la mascarilla, la distancia social, el desinfectante y la nueva normalidad; tampoco nos contó (y ojalá lo hubiera hecho) que desde el cambio de milenio nos envolvimos en una burbuja tecnológica y un muro de individualismo, anulando nuestra empatía a golpe de zapping y recepción de likes. Todo bajo un mismo lema: “si no ocurre en mi país/estado/continente, no es problema mío”. ¿Que aparecía un anuncio de ACNUR? Cambiábamos de canal para no agriarnos la comida. ¿Que había una guerra en Siria? Nos íbamos a la clase de zumba. ¿Que destrozábamos el ecosistema marino? Dejábamos el pescado y comprábamos ternera. ¿Que un desastre natural azotaba las costas de Asia? Terrible pero… It’s not my business! Y con toda esa cantinela eurocéntrica y primermundista nos tragamos la pastillita azul sin paramos a pensar que, una vez más, la Historia y su ciclicidad estaban a la vuelta de la esquina, preparadas para estallarnos en la cara como un gancho de Cara de Ángel. ¿No me crees? Bien, hoy te hablaré de la Peste Antonina.
A golpe de chasquido estamos en el siglo II d.C., la edad de oro de la Antigua Roma: el Imperio goza de unidad, la sanidad ha mejorado gracias al conocimiento de la medicina helénica hasta el punto de que los brotes de malaria se superaron cuatro siglos atrás, y la situación de prosperidad facilita que el emperador Marco Aurelio (apodado “el Sabio” y “el Filósofo”) invierta los fondos públicos en el ámbito cultural. Por desgracia para las nuevas generaciones de clase media-baja (que ansiaban mejorar y ascender en su calidad de vida) esos 206 años de Pax Romana marcados por la rutina “mercado-circo-foro” resultaban planos y frustrantes: ¿qué podían esperar ellos de un mundo que los asfixiaba, que no los dejaba crecer y alcanzar sus sueños? ¿Había otra alternativa que ahogar las penas en el barrio de Subura con una copa y una pareja esporádica? ¿Era un error llenar el vacío con las cuatro chuminadas que adquirían en los nundinae? El Imperio Romano estaba lleno de Jacks, Cornelius, Ruperts, Travis y Marlas, millennials arcaicos tratando de sobrevivir a una sociedad que otros habían creado y a la que no lograban amoldarse. Con este telón de fondo llegaron los partos a las fronteras orientales e invadieron Siria, Armenia y Mesopotamia, empujando a Marco Aurelio a enviar un regimiento (al mando del corregente Lucio Vero y el general Avidio Casio) para acometer la amenaza; tras destruir la ciudad de Seleucia e incendiar el palacio de la capital Ctesifonte, a los enemigos no les quedó más opción que claudicar a cambio de un nimio pedazo de Mesopotamia. A simple vista y así resumido (vais a disculpar que en esta ocasión no me detenga en la materia bélica) podría parecer que todo quedó en una nueva victoria de los “señores del mundo”, un panem et circenses un tanto singular que entretuvo a las masas de su aburrimiento durante algunas semanas, pero… ¡oh, oh! ¡Ahí no acabó todo! Tras el conflicto armado llegó una pestis (enfermedades graves, mortales y de fácil propagación) que arrasó occidente demográfica, política y económicamente como lo había hecho anteriormente con Asia bajo la indiferente mirada latina.
Esta enfermedad, que fue conocida como Peste Antonina o Plaga de Galeno y que en el siglo XVIII sería bautizada con el nombre de viruela, provocaba fiebre, diarrea, inflamación de la faringe, afonía aguda, erupciones cutáneas de color negro o violáceo, pústulas ulcerosas y llagas en el rostro, una sintomatología que unida al desconocimiento sobre su origen estimuló la creencia de que había sido un castigo divino (de hecho historiadores tan conocidos como Amiano Marcelino hacían responsables de la furia de los dioses a los soldados que profanaron el templo de Seleucia); por suerte hoy día hemos podido deshacernos de los dejes mitológicos y sabemos que el origen de la epidemia estuvo en oriente, desde donde se extendió gracias a la enorme extensión de las rutas comerciales del Imperio (¿no tenéis un cierto dèjá vú?). Obviamente y en primera instancia la pandemia se convirtió en un recurso político para desacreditar a la dinastía Antonina, y muchos productores autóctonos avivaron el fuego contra Egipto y Etiopía creyendo que si señalaban a África como origen de los contagios se romperían las relaciones comerciales y se evitarían la competencia. Por suerte los cálculos de Galeno demostraron que si la defunción se producía entre el noveno y el décimo segundo día de padecimiento, las difíciles infraestructuras de las rutas africanas habrían mermado la circulación masiva hacia el Este, y que el mayor foco de difusión por la Galia y el Rin había sido el propio ejército romano, un cuerpo militar de (mínimo) cien mil personas que bajo condiciones insalubres y compartiendo provisiones y avituallamiento, marchaba continuamente por las extensas vías de comunicación asegurando la paz a la vez que infectaba a mercaderes, campesinos y mendigos.
En resumen la transmisión masiva y la falta de medidas iniciales de aislamiento e higiene provocaron la pérdida de entre tres y cinco millones de personas, con la consecuente parálisis de la actividad económica, la subida en el precio de los productos de primera necesidad (¡aquí no había peleas por el papel higiénico, pero por un bollo de pan igual perdías un dedo o dos!) y la firma forzosa de tratados para lograr el auxilio de los estados vecinos; vamos, que si el Imperio Romano hubiese estado en la CEE habrían vivido un rescate en toda regla. Las pocas semanas de tregua que ofrecía el virus culminaban con rebrotes en las tabernas y las zonas de ocio, y cuando la situación se tornó insalvable incluso para los adinerados patricios que habían escapado a sus villae campestres, el gobierno tomó la determinación de cercar comarcas enteras dibujando a Salus (hija de Asclepio, dios de la curación) y Apolo en las lindes como un ruego desesperado por obtener la sanación divina. Y como sé que muchos de vosotros os habréis sorprendido con esta referencia a Apolo, he aquí un breve apunte: ¿recordáis que en la película Troya, del año 2004, uno de los troyanos observa un cadáver griego con la peste y dice “profanaron su templo y ahora Apolo ha execrado su carne”? Sí, sí, justo antes de que el rey Príamo (el papá de Orlando Bloom) crea que es buena idea introducir el caballo de madera en la ciudad pero todo resulta ser una estratagema de Ulises para ganar la guerra (¡OPS! ¡Que se me ha escapado el giro de la trama!); pues esa es una de las pocas referencias correctas que tiene la película. Es más, Apolo fue reverenciado por sus cualidades curativas hasta el punto de que los romanos acuñaron ases, denarios y sestercios con su imagen y sus atributos (como la lira o el laurel) creyendo que si las besaban quedarían protegidos de la peste; por desgracia esta práctica fue tan útil como llevar la mascarilla en el codo.
En el año 180 moriría Marco Aurelio a causa de la enfermedad dando paso a su sucesor Lucio Aurelio Cómodo, último emperador de la dinastía conocido por su carácter paranoico, el gusto por las ejecuciones y su falta de visión para devolver la estabilidad a Roma (éste es el Cómodo que usaron como base para crear al personaje de la película Gladiator de Ridley Scott y que, a diferencia del film, murió envenenado por su concubina favorita y estrangulado por un liberto de nombre Narciso; vamos que claramente fue un emperador muy popular y querido por todos). El golpe de gracia contra el fin de la rutina sobrevino de la mano de la Peste de Cipriano, que a día de hoy no se sabe si fue viruela o sarampión y que dejó un negro panorama para la dinastía de los Severos (192 a 235 d.C.), a quienes no les quedó otra que aceptar, como Edward Norton en El club de la lucha, que algunas quemaduras había que tratarlas con vinagre, encarándose con el dolor y aceptando que únicamente cuando se pierde todo somos libres de actuar. Esperemos que nosotros, en pleno siglo XXI y a golpe de concienciarnos de nuestros errores, aprendamos antes de llegar a semejante límite.