¿Qué podemos ver desde el confinamiento?

Casi todas las mentes del mundo están centradas estos días en las mismas preocupaciones, y temo que no pueda aportar mucho a todos los análisis que la gran inteligencia colectiva ya está ofreciendo. Creo que tendrá que pasar bastante tiempo para tener la información y la distancia que permitan un análisis sensato. Y, por fortuna, no me encuentro entre las personas que tienen casos dramáticos o excepcionales a su alrededor, por lo que considero que mi testimonio individual no tiene especial importancia.

Por Jose Iglesias Gª-Arenal

Así que opto por aprovechar esta invitación para pensar sobre puntos más cotidianos ¿Cómo afecta esta crisis a la percepción de la rutina? En mi caso, de lo que estoy siendo más consciente estos días es de una serie de pautas que ya organizaban mi tiempo, de la falta de excepcionalidad de este estado de excepción. Me explico:

Estoy escribiendo este texto desde la misma mesa donde trabajo desde que empezó la cuarentena, hace un par de semanas. No me he acostumbrado aún a la ligera sensación de encierro que produce la cuarentena -no creo que mucha gente pueda acostumbrarse en estas circunstancias-. Mi situación personal es tranquila, pero hay un punto profundamente inquietante: lo poco que ha cambiado mi rutina diaria. La mesa donde escribo es mi lugar habitual de trabajo desde hace bastante tiempo. No quiero decir que la crisis del coronavirus no me haya afectado; ha trastocado mi vida de una forma brutal, desde haber tenido que alterar o cancelar todo mi calendario de trabajo hasta por la preocupación constante por las personas cercanas, o el hecho de que algo tan cotidiano como salir a hacer la compra sea una experiencia estresante y descorazonadora, por no pensar en la angustiante situación de las trabajadoras que no tienen otra opción que trabajar de cara al público en condiciones de riesgo.

 

Fotografía por Jose Iglesias Gª-Arenal

Lo que quiero destacar es cómo mi rutina cotidiana no ha cambiado drásticamente a raíz del coronavirus, sino que se ha radicalizado. Normalmente trabajo solo, desde casa, ocasionalmente fuera en proyectos particulares; colaboro con un grupo amplio de gente, pero nos comunicamos por emails, conversaciones de Zoom o Skype; una gran parte de mi tiempo la dedico a elaborar proyectos para convocatorias. Otras actividades consisten en revisar textos, estudiar o trabajo de gestión: manejar información. Un trabajo precario en sus condiciones materiales y en sus perspectivas de futuro. Son las condiciones de lo que algunas figuras del postopearismo italiano como Franco ‘Bifo’ Berardi llaman “cognitariado”, donde el cuerpo del trabajador pasa a formar parte de una cadena técnica en la infoesfera, un plano virtual formado por corrientes psicoquímicas de datos. El “cognitariado” (de “cognitivo” y “proletariado”) se caracteriza por una alta necesidad de flexibilidad de horarios, servicios y desplazamientos (ahora castrados), y una falta de tejido solidario, de consciencia de clase. Gran parte de la culpa de esta falta de solidaridad la tiene la organización espacial del trabajo bajo el capitalismo cognitivo: si el proletariado tenía la fábrica como lugar común donde reconocerse físicamente como parte de un colectivo mayor, el cognitariado está fracturado, dividido en cápsulas conectadas entre si. Una plétora de espacios periféricos desde donde se trabaja, ocultos unas de otras.

En una reciente entrevista, el filósofo camerunés Achille Mbembe decía que con esta pandemia el poder de matar ha sido “democratizado” en el momento en que nuestro cuerpo y y el contacto con otros se ha transformado en una potencial arma.(1) Un discurso que justifica el control del desplazamiento de los cuerpos, una parte fundamental de lo que el filósofo designa como “necropolítica”, el poder para “dar muerte y dejar vivir”. Mbembe toma el ejemplo paradigmático de Palestina para analizar el despliegue de un poder que controla a las poblaciones a través de la creación de fronteras y límites internos, de una militarización de la vida cotidiana que fragmenta el espacio, y creando dispositivos de control (checkpoints) que hacen que el desplazamiento entre distintos lugares requiera de permisos oficiales.(2) Estos son algunos de los procedimientos que hemos visto implementarse desde el comienzo de la cuarentena, pero no son técnicas nuevas. Son estrategias que, por ejemplo, encontramos ampliando la frontera sur de Europa, para que esta deje de ser un muro y se convierta en una serie de “operaciones” que tiene lugar en numerosos lugares y mediante diferentes instituciones llegando a interiorizarse mediante mecanismos racistas. Son técnicas dirigidas a segregar a la población. El sociólogo argentino Diego Sztulwark analiza como las transformaciones del neoliberalismo “postfascista” contemporáneo sustituye la confianza en el progreso por la obsesión por la seguridad: “La apelación a la xenofobia, al sexismo y al clasismo surge en respuesta y como sustituto de los valores del multiculturalismo liberal propios de una fase del capitalismo que soñaba con un mundo sin fronteras, a la vez que las administraba con crueldad”.(3)

Para las instituciones neocoloniales europeas, la crisis del coronavirus es una oportunidad de ampliar sus políticas y reforzar el proceso de segregación territorial que ya se lleva a cabo. La obligación del confinamiento separa cuerpos nacionales, legítimos, de cuerpos racializados que son excluidos de la posibilidad de contar con un refugio. A través del confinamiento en el hogar, se refuerza la fantasía burguesa y patriarcal del interior como espacio de seguridad, mientras que el conjunto de personas que no cuenten con un lugar fijo, recursos que les permitan hacer cuarentena de forma segura o que tengan que moverse por el espacio público, son designados como posibles portadores y difusores del virus, cuerpos peligrosos que deben ser perseguidos.

Esta segregación no es nueva, la crisis del coronavirus radicaliza una estructura colonial previa. El cuerpo sano, el “héroe”, es el que se queda en casa. El “hogar” no es un lugar abstracto, a pesar de que se intente mostrar como un lugar seguro, como si la violencia de género (entre otras muchas situaciones) no existiera ni se reforzase dentro de las paredes del hogar. La casa donde los cuerpos  nacionales blancos se refugian se inspira en la fantasía burguesa del hogar, pero evoluciona bajo la economía cognitiva de la que hablaba antes. La casa bajo el imaginario neoliberal es la cápsula donde trabajadores “virtuales” separados conectan para intercambiarse información desde la “soledad colectiva” de los cuartos con pantallas [Remedios Zafra]. Estas casas-cápsulas no solo proyectan una particular visión del espacio -una serie de puntos internos sin continuidad, donde el afuera es un lugar peligroso donde el contacto con otros seres humanos puede llevar al contagio- sino también del tiempo. La arquitectura “segura” neoliberal produce una percepción temporal marcada por ritmos discontinuos de trabajo y la constante apuesta por el futuro.

Fotografía por Bernardo Cruz.

Trabajar como freelance en proyectos culturales es trabajar siempre en una serie de proyectos futuros; múltiples líneas que abren múltiples posibilidades. El proyecto se ha convertido en un género literario, un tipo de texto que podríamos encuadrar entre el ensayo breve y la ciencia ficción especulativa, dirigido a reflexionar brevemente sobre problemas específicos, lanzar propuesta de sucesos que tendrán lugar en el futuro y elaborar con rigor y seriedad los efectos que estos tendrán. Todo esto mediante una escritura que transmita confianza y voluntad, la voluntad de mirar hacia el progreso. Es fundamental que el proyecto transmita que nos creemos por completo lo que estamos escribiendo, aunque sepamos perfectamente que las posibilidades de que el proyecto sea elegido y pueda llevarse a cabo suelen ser reducidas, y que en ocasiones tengamos que trabajar en proyectos diferentes para la misma fecha, incompatibles entre sí. Imaginar y defender simultáneos sucesos futuros para tener más posibilidades de que al menos uno sea elegido y pueda realizarse. “Cada proyecto es, sobre todo, la declaración de un nuevo futuro que se cree que va a venir una vez que el proyecto haya sido llevado a cabo”.(4) Es un trabajo que busca constantemente de-sincronizarnos del flujo común de la vida y nos proyecta en un futuro, un tiempo nebuloso que nunca llega, pues aunque el proyecto sea realizado y podamos dedicarnos a él, la carrera por seguir proyectando nuevos futuros posibles debe continuar.

El proyecto produce un futuro particular que podemos describir como lineal, homogéneo, acumulativo, e individualista. Un futuro basado en la competición individual, donde la única transformación será una serie de ganancias o pérdidas a las que nos arriesgamos, pero donde las condiciones que se proyectan “hacia delante” imaginan el tiempo por venir igual que el presente, bajo la misma necesidad de luchar contra personas mejores o peores que nosotros (siempre hay un ranking) para ganar nuevos y mejores proyectos. Y en esta fantasía capitalista de la acumulación y la competitividad eterna, la ansiedad es un componente central. Es un efecto lógico para el cual hay remedios farmacológicos que ayudan a que podamos seguir trabajando, pero en ningún momento es razón suficiente para cuestionar el funcionamiento del sistema. La ansiedad es parte de la cotidianidad.

Bien, con esta crisis del coronavirus y el paro casi total de proyectos culturales alrededor de todo el mundo, todos esos futuros posibles que se imaginan en los proyectos que redactamos en nuestros “cuartos propios conectados” están temblando. El futuro -este futuro neoliberal, lineal, acumulativo, homogéneo- ha desaparecido. Pero no es este un cambio revolucionario, el disparo de los revolucionarios en París hacia los relojes de las torres para “detener el tiempo”, que relata Walter Benjamin; no es un salto en el continuum de la historia.(5) Nuestra situación, cognitarios del mundo, no ha cambiado, solo se ha radicalizado.  Nuestra soledad y aislamiento se acentúa; así como crece la ansiedad hacia proyectos futuros y se amplía hacia nuestro presente, hacia la situación de todas nuestras personas queridas. Y desde los discursos institucionales se apunta a intensificar la competición permanente, el sobreesfuerzo, el sacrificio excesivo, ahora bajo el discurso belicista de una guerra contra el virus. Los profesionales sanitarios (pienso en España, desconozco cómo se ha dado en otros lugares, aunque imagino que la situación no será muy diferente) agradecen los aplausos y las muestras de apoyo de la gente que les reconoce como “héroes”, pero recuerdan que no lo son, que son profesionales cumpliendo con su trabajo y que lo que necesitan no son cánticos hacia lo excepcional de su tarea, sino apoyo económico a un sector público diezmado por años de saqueo neoliberal.

Fotografía por Bernardo Cruz.

Ahora mismo solo se me ocurren una cosa más terrorífica que la situación que estamos viviendo: la posibilidad de volver a la normalidad y tratar estas semanas de crisis como un tiempo de excepción. “El estado de excepción en que ahora vivimos es en verdad la regla”;(6) sigue siendo cierto. Debemos llegar a otro concepto de historia coherente con la situación que atravesamos. Una concepción del tiempo que parta de la realidad física del confinamiento que fractura nuestro ser en común, pero no este confinamiento producido por el virus, sino el que ya lo precedía y que ahora se vuelve intolerablemente evidente.

La respuesta neoliberal ante el coronavirus supone el estado de excepción y enclaustramiento o persecución para cualquier actividad que no vaya dirigida a la reaceleración de la economía. Esta mañana me despertaba con la sorpresa de que en España el trayecto al trabajo agrícola está permitido siempre que sea como actividad económica, mientras que el trayecto para autoconsumo está prohibido,(7) una medida que refuerza el trabajo doméstico no pagado -bien estudiado por la escritora y activista feminista Silvia Federici como la base de la acumulación capitalista.(8)

Es necesario situar las abstracciones financieras en relatos y cuerpos concretos; cuerpos que habitan espacios domésticos (con todas las complejidades que trae esta palabra) que no son espacios neutros, sino construidos en base a diferencias de género y otros vectores. El confinamiento de la cuarentena radicaliza la presencia de nuestros cuerpos encerrados, convirtiendo al espacio doméstico en una herramienta de las políticas neoliberales que están aprovechando la crisis del COVID-19 para reforzar sus privilegios. Hace falta una absoluta reconceptualización del espacio doméstico para que este deje de ser herramienta de opresión y devenga lenguaje de solidaridad. Realizar esto desde el distanciamiento físico en el que nos encontramos es un complejísimo reto.

Este artículo es una respuesta a la invitación de la revista PAN Issue #1 – April 2020, proyecto del artista Matthew Galloway.

Referencias

(2). A. Mbembe, Necropolítica, Editorial Melusina, 2011.

(3). D. Sztuljwark, La ofensa sensible. Neoliberalismo, populismo y el reverso de lo político, Caja Negra, Buenos Aires, 2019.

(4). B. Groys, La soledad del proyecto, en Volverse público p.73, Caja Negra, Buenos Aires, 2014.

(5). W. Benjamin, Tesis sobre la historia y otros fragmentos, Protohistoria Ediciones, Rosario, 2009.

(6). Ibid. p.22.

(7).¿Puedo ir al huerto que está fuera de mi municipio? No en el caso de un huerto particular (consumo propio). Sí en caso de actividad económica.” https://elpais.com/espana/2020-04-01/35-preguntas-y-respuestas-sobre-los-limites-de-nuestra-movilidad-donde-empieza-la-irregularidad.html?fbclid=IwAR18l_ENxjtn6Og5bYY-I02IaIfLeKp3rHyICLj1QI2SY53wXTt0p-kRQOM

(8). S. Federici, El patriarcado del salario. Críticas feministas al marxismo, Traficantes de sueños, Madrid, 2018.

Jose Iglesias Gª-Arenal (Madrid, 1991)
Trabajo como artista y curador, individual y colectivamente, entre la escritura, la creación de artefactos poéticos y la mediación de proyectos colectivos.
Licenciado en BBAA por la Universidad de Sevilla. MA en curaduría por la Whitechapel Gallery y London MET University, con una beca de la Fundación Botín (2017). Actualmente cursando el Dutch Art Institute Roaming Academy.
Ha colaborado con distintas instituciones, curando exposiciones como ‘Melfas. Línea orgánica’ (MACSur, Buenos Aires, 2017) o ‘Arquitecturas de soledad’ (Fundación FiArt, Madrid, 2015), o proyectos como ‘ARTifariti 2016. Después del futuro. Encuentro Internacional de Arte y Derechos Humanos’ (Campamentos de refugiados saharauis en Tindouf, Argel, 2016); realizando muestras individuales como ‘Facebook’s Pavilion’ (Palazzo Lucarini, Trevi, Italia, 2014), ‘LOS MEDIOS DE PRODUCCIÓN’ (Espacio Pasillo, Sevilla, 2015), ‘Attivazione femminista dell’archivio’ (Belví PAS, Cerdeña, 2015) o ‘MÁQUINA EUROPA. Los hadrones de Clemente VII’ (Espacio Iniciarte, Córdoba, 2018); o participando en muestras colectivas en instituciones como el CAAC (Sevilla, 2016) o el MUSAC (León, 2017).
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