Con tanto abrir y cerrar de puertas, armarios y alacenas, Sofía no se percató de la música que provenía del piso contiguo. Se había mudado al edificio esa misma tarde y en aquel momento su única preocupación era encontrar una cacerola donde hervir un paquete de tallarines precocinados. La canción del vecino y los enseres entrechocando pugnaban por hacerse con la atención de Sofía. La melodía apenas amortiguada por los tabiques no cejaba en su empeño, pero la mudanza la había dejado extenuada. Engulló su insípida cena y se acostó muy pronto, vencida en un colchón que su cuerpo tardaría en asimilar. A la mañana siguiente, en el tren de camino al trabajo, Sofía tarareaba una vieja canción sin título ni autor que achacó a una gramola que debió de encenderse entre sueños.
Una ciudad nueva, un trabajo nuevo, una casa nueva. Un sofá cama con un estampado hostil y una decoración imperdonable no supusieron un obstáculo suficiente para Sofía. Cuatro cojines enormes y un par de artesas de plástico para exiliar todo el refrito pastiche debajo de la cama le dieron otro aire a aquel pisito situado en la sexta planta de aquella colmena impersonal de ladrillo y hormigón.
Había acordado con la dueña adelantar tres meses de alquiler. Al caer la tarde, hundida entre los cojines nuevos, con las manos entrelazadas detrás de la cabeza, Sofía visualizó ese período de tiempo con ambiciones metafísicas. Le pareció tan fútil como inalcanzable tratar de adivinar si seguiría viviendo allí transcurridos los noventa días. Nadie en el mundo podía asegurarle tal cosa. Saboreó la incertidumbre. En su mente revoloteaba la palabra porvenir. Le pareció perfecta en su humildad, se limitaba a subrayar un hecho irrefutable. Todo aquello que estaba de camino hacia el presente procedente de otra dimensión. Los matices que emanaban de la palabra futuro, sin embargo, le daban mucho más miedo.
La música volvió a brotar desde el piso de al lado. Esta vez Sofía sí fue plenamente consciente de su presencia. Había interrumpido sus cavilaciones y su instante de paz. A los pocos segundos descubrió que se trataba de la misma canción que había entonado como una autómata desde que se levantara esa mañana. El volumen traspasaba la frontera de lo aceptable. Con el firme propósito de no darle al asunto más gravedad de la necesaria y de acallar no tanto la música como la idea de que podía haber topado con un vecino beligerante, Sofía se fue directa a la ducha. Fracasó en su tentativa de retomar el hilo filosófico de sus pensamientos, pero le compensó comprobar que tras salir de la nube de vaho del baño el piso había sido envuelto por la noche y aún más importante, por el silencio.
Lo que más gustaba a Sofía de la casa era su balcón, desportillado, la metralla de las palomas impresa en la pintura, pero lo bastante amplio para albergar una mesa de jardín con cuatro sillas de plástico de un blanco derrotado. Al regresar del trabajo pasó por el supermercado y abasteció la cocina y el lavadero. En lugar de continuar rompiendo el hielo con su sofá cama o su colchón, Sofía salió al balcón. Se sentó fuera envuelta en una manta que había sustraído en un vuelo transoceánico y abrió un libro que aún la suturaba a su vida anterior, comenzado en una ciudad y en una vida que ahora quedaban a muchos kilómetros de distancia. Alguien que un día fue muy importante para ella se lo había regalado. Aquello sí que era pasar página, pensó. Sonrío por su ocurrencia y se sumergió en la lectura.
A los pocos minutos, el susurro engrasado de una puerta corredera y una voz masculina procedentes del balcón contiguo detuvieron sus progresos. Sin duda, venían del piso de la música atronadora. Soltó el libro como si le quemara los dedos, sujetó con ambas manos la manta como quien sale en toalla de la ducha y se asomó a la barandilla. Un tabique dividía ambas terrazas y las olas de aquella voz rompían contra él. Sofía se acercó con pasos laterales para oír mejor. Si quería añadir la opinión de algún otro sentido, tendría que situarse junto a ese muro y sacar parte de su cuerpo al vacío para echar una ojeada furtiva. Sin dejar de agarrar la manta, se elevó con el brazo que le quedaba libre y captó un parpadeo de una existencia paralela. Ante ella, la espalda y los brazos de un hombre que charlaba por teléfono. Poco después, sacó una cajetilla de tabaco mientras apoyaba el aparato entre la oreja y el hombro y encendió un cigarrillo. Continuó hablando y fumando al mismo tiempo. Sofía prosiguió observando, atesorando detalles a toda velocidad. Añadió al catálogo sensorial de aquel extraño una bonita voz y quizás una barba de pocos días, de eso último no estaba segura.
Oscurecía. Sofía volvió al interior de la casa. Dejó el marcapáginas clavado a dos capítulos de saldar cuentas con su pasado.
A los pocos minutos Sofía se encontró inmersa en la trampa de cocinar para una sola persona. Le invadió la pereza y repitió el menú de la cena del día anterior. Tallarines precocinados, una deglución indiferente y en un santiamén estaría de nuevo envuelta en su manta lista para ver una serie. La velada se había quedado más para una de detectives que para una comedia. Apuró el contenido de la cafetera de esa misma mañana y lo calentó hasta tener que esperar para poder dar el primer sorbo.
Antes de que hubiesen desaparecido los títulos de crédito iniciales, la canción andaba de nuevo sacudiendo el piso de al lado y también el suyo. La misma que le dio la bienvenida a la sexta planta y que no la había abandonado desde entonces. La conocía, le gustaba, pero no era capaz de recuperar el título ni siquiera el artista que la interpretaba. Apagó la televisión a la expectativa de que el vecino ajustase el volumen. «Por dios, son más de las diez y media de la noche». A las once los decibelios no habían menguado un ápice y Sofía estaba furiosa. Sabía perfectamente que se disponía a pisotear el horario de visitas, pero no era ella quien había destrozado primero las normas de cortesía. Salió al rellano.
Primer timbrazo. Ni corto ni largo, un segundo quizás. Los graves provenientes del interior hacían retumbar el suelo y zarandeaban el corazón de Sofía. No hubo respuesta.
Segundo timbrazo, idéntico al anterior. Sofía tuvo que esforzarse para no alargar la duración de la pulsación. Tampoco salió nadie a abrir la puerta. ¿Debía insistir o era mejor retirarse esperando que no se repitiese aquel atropello? No era la primera vez, maldita sea, de manera que se dispuso a realizar una última intentona. Sopesó el siguiente movimiento con ademanes de jefa de guerrilla y a la postre salió a relucir su lado más atrevido.
El tercer timbrazo se prolongó en un claro mensaje desafiante, demasiado para ser obviado. Sin embargo, la escaramuza concluyó sin que el enemigo diera siquiera la cara. Con la manta como uniforme, la soldado se fue a la cama. La música aún sonaba cuando al final se quedó dormida.
En los días sucesivos, las rutinas más deseadas, las que vertebran los días con poca vocación de inmortalidad y sin embargo se convierten en fuente de felicidad, se vieron gravemente enturbiadas por aquella canción. Sofía había fantaseado con que el problema se resolviese solo. A todo el mundo le pica alguna vez el aguijón de una melodía o una letra que paraliza la voluntad y cuyo veneno fuerza a la víctima a escuchar la canción una y otra vez. Pero el efecto terminaba por disiparse, ¿no? Llegaba sin remedio ese punto en que escucharla una sola vez más puede acabar por hacerte cruzar la línea que vuelve en abominable la música que has amado tan enloquecidamente. Y entonces, por fin, se producía el trance de la despedida, dolorosa pero necesaria.
Para desgracia de Sofía, no fue ese el caso del vecino, cuyo umbral de tolerancia a la repetición parecía infinito. Y la torturaba casi tanto el problema acústico como la imposibilidad de reconocer la canción. Era antigua, cantada en inglés, tendría a buen seguro cincuenta años por lo menos. La voz femenina se deslizaba parsimoniosa por cada palabra, triste como el final del mejor verano de tu vida. Poco más a lo que agarrarse; tendría que volver a tocar la puerta de al lado para averiguar el título. La canción tronó en bucle y Sofía contaba las veces que sonaba. Seis, quizás siete, hasta que se detuvo. De esta forma iba cargándose de razones, acumulando odio para realizar una nueva incursión hasta el felpudo de al lado.
La lluvia se alió con Sofía durante los dos siguientes días. Un aguacero que no daba tregua engullía todo con su poder hipnótico. Durante la primera de esas jornadas diluvianas, Sofía pudo regresar a sus lecturas, a su manta y a su sueño profundo toda vez que el proceso de desbravar su nuevo colchón había alcanzado la siguiente fase. Con la tranquilidad llegó también el final del libro e incluso del marcapáginas, que acabó en la basura. El pecado de aquel rectángulo de papel consistía en guardar en su superficie satinada unas palabras del antiguo amante. Un mensaje cariñoso junto al título de una novela que alcanzaba la cuarta edición. Aquella especie de verso, el romance que lo inspiró y aquel marcapáginas no verían ni una edición más.
El segundo día borrascoso se anunciaba aún más pasado por agua. Y no decepcionó. Sofía salió del ascensor y las botas rezumaban lluvia con cada pisada. La casera no había tenido la decencia de colocar un felpudo, de manera que se dispuso a descalzarse para no poner perdido el suelo del piso. Desafiando cualquier arraigada superstición, dejó el paraguas abierto en el rellano. Miró entonces a su derecha, en dirección a la casa de su vecino, y descubrió que la puerta estaba entornada, casi cerrada, dejando apenas un palmo del interior del piso a la vista de Sofía. Era la primera fisura en el hermetismo que protegía su anonimato y Sofía estaba dispuesta a aprovecharla. Urdió un plan sobre la marcha con el fin de curiosear y cubrirse las espaldas en caso de ser descubierta.
En primer lugar, abrió su casa y se guardó la llave. Así se aseguraba Sofía una escapatoria rápida. A continuación se situó sobre el felpudo del vecino, cubierto por cuadrados blancos y negros. Era la reina de aquella partida de ajedrez, aunque en aquel momento se conformaría con llevarse a la boca algún detalle sobre su identidad. Confirmar el timbre de la voz casi seductora que había escuchado en el balcón, averiguar si vivía solo, si tenía mascota, si el apartamento olía a humo de tabaco, si los muebles correspondían a una vivienda de alquiler o si su calidad delataba propiedad, hipoteca o buen gusto al menos. Sofía lo había medido todo con frialdad a pesar de que la sensación de caminar sobre un charco la hubiese desquiciado en condiciones normales. Si escuchaba el mínimo ruido cercano a la puerta, se escabulliría. En la eventualidad de ser sorprendida por el vecino, Sofía ensayaría en su rostro la reencarnación de la inocencia y se disculparía alegando que desde su llegada no había tenido tiempo para comprar un felpudo y que había usado el suyo presa de un estúpido acto reflejo. «Todo controlado», zanjó Sofía.
Actuó con rapidez. Se inclinó sobre el felpudo y asomó la mirada al interior. Al principio no escuchaba ni veía nada. ¿Se habría ido de casa sin cerrar la puerta? Un lunático que ponía una y otra vez canciones antiguas y lastimeras era bien capaz de un despiste así. La idea de dar un paso más allá del umbral llegó a atravesar la mente de Sofía, pero la calma cesó súbitamente, sobresaltándola. El repiqueteo de unos tacones parecía avanzar a toda velocidad en dirección a la puerta. La meticulosidad y las aspiraciones de sabueso de Sofía cedieron al instante ante el miedo. Antes de que aquellos zapatos anduvieran demasiado cerca, Sofía se deslizó sigilosa hasta su casa y cerró la puerta con sumo tacto, no sin antes limpiarse un poco la suela de los zapatos en el felpudo a cuadros.
¿Unos brazos fuertes y barba de tres días antes y tacones ahora? Con la espalda apoyada en el lado seguro de la puerta, Sofía comprobó que sus conjeturas en género masculino se habían aferrado a una fugaz visión a través del muro que dividía las terrazas. Aquellos zapatos de mujer amenazaban con devolverla a la casilla de salida. ¿Una pareja viviendo al lado? Nada tenía de raro, por supuesto. Pero… ¿Era posible que a los dos les gustara una música tan peculiar y a un volumen tan exagerado? ¿No explotaría uno de los dos contra un hábito tan maníaco? No, a la fuerza debía de ser el piso de una sola persona. Resultaría imposible comunicarse con tu pareja en medio de aquellas bacanales melómanas. Sí, allí solo vivía una persona… ¿Pero era él el amigo o el ligue de ella o al revés? Quizás mientras la mujer de los tacones se preparaba para marcharse, él permanecía dentro de las sábanas. La mente de Sofía trabajaba al ritmo de un acelerador de partículas.
Un portazo secó la arrancó de sus delirios detectivescos. Sofía se giró como un resorte y colocó el ojo en la mirilla para ver entrar a la mujer en el ascensor. Abrigaba la esperanza de que un último vistazo resolviera alguna incógnita. Una ropa cuidada y sin arrugas quizás indicase que ella vivía allí. Algún mechón de pelo ligeramente alborotado podría indicar justo lo contrario. Sin embargo, Sofía había olvidado que era invierno y que llovía a cántaros. Un gorro cubría la cabeza, un abrigo largo hacía lo propio con la mayor parte del cuerpo y lo único que quedó claro en el rellano de la sexta planta fue el eco de los tacones de unas robustas botas negras.
Aquella locura del vecino hizo reflexionar a Sofía. Necesitaba alguna distracción real más allá de la tóxica relación musical con el vecino —o la vecina—. No había hecho mucho más allá de trabajar como una mula y aprovisionar su nueva casa. Su nuevo puesto absorbía casi todas sus fuerzas y no podía desperdiciar su escaso tiempo libre preocupándose por sus disputas vecinales. Había empezado por todo lo alto en la oficina y en aquella su tercera jornada laboral ya se veía de nuevo haciendo horas extra. Tal fue la dedicación con que se aplicaron sus trabajadores que la jefa quiso premiar a sus cinco empleados con unas cervezas que correrían a cargo de la empresa.
Se acomodaron en un bar que quedaba a unos pasos del edificio. Por la familiaridad con la que todos sus compañeros alternaban con los camareros, aquel lugar bien podría haber sido testigo de entrevistas de trabajo, reuniones de emergencia y toda clase de celebraciones corporativas. No habría más de diez años de diferencia entre el más veterano y el más joven de ellos. Parecían entenderse como una pequeña familia bien avenida. Un poco encorvados, los codos apoyados sobre la barra como un síntoma de fatiga y no solo como una simple postura de bar, las risas un tanto arrastradas, las miradas entornadas y un poco hundidas. Había cansancio, pero también alegría. La proporción de ambas variaba como la mezcla de espuma y cerveza de cada uno de sus vasos.
Uno a uno, jefa incluida, fueron marchándose a casa —a Sofía le causó una grata impresión el hecho de que nadie se molestara en esgrimir motivos para hacerlo—, excepto Sofía y dos compañeros, que se quedarían para una última ronda. Carlos y Rosa se encargaron de escoltarla un rato más y de acelerar su proceso de adaptación a la empresa sazonando la animada charla con anécdotas sobre miembros de la compañía pretéritos y contemporáneos. Dada la hora de la noche, descartaron pronto los asuntos relativos al derecho laboral e incluso las historias jocosas y se centraron en los temas de alcoba. El sexo y los escarceos amorosos como una nueva vía hacia la consecución de la dictadura del proletariado.
Entregados a la causa, incapaces de visualizar las fatales consecuencias de una farra en una noche entre semana, los tres acabaron en casa de Sofía. Repartidos por unos muebles con más polvo que adornos, no solo guardaba libros de su vida anterior, sino que el alcohol también se había colado como un polizón oculto en las maletas. Sin nada con que enfriarla o mezclarla, atacaron la botella de ginebra a base de lingotazos. Echados sobre el sofá, burlándose de la fealdad del estampado, iban perdiendo a toda velocidad la capacidad de contrición. Sofía decidió amenizar la velada desgranando a sus compañeros los episodios de su epopeya vecinal. Era quizás la primera vez que el problema quedaba narrado al completo, expuesto en toda su gravedad o ridiculez, aquel punto aún no estaba claro. Quizás ellos aportaran otro ángulo desde el que analizarlo todo.
En lugar de esbozar maquinaciones retorcidas, a los tres les pareció una gran idea pasar a un ataque más burdo, así que decidieron empatizar con el sufrimiento de la protagonista poniendo algo de música. El disco en sí poco importaba. Sofía apostó más bien por ilustrar el origen de sus males subiendo al máximo el volumen de sus altavoces. Los estilos y los cantantes se iban alternando de forma aleatoria. Atronaban de igual forma los clásicos del jazz, la salsa cubana y el rock hardcore. Sofía quería reír, olvidar un poco y sobre todo buscar venganza.