Oye el boom

La Manga Club Resort se inauguró durante el tardofranquismo y, en la actualidad, abarcaba una extensión de 560 hectáreas que incluye en sus faraónicas instalaciones un hotel de cinco estrellas, tres campos de golf, un centro de tenis con 28 pistas, ocho campos de fútbol tamaño FIFA y más de 15 bares y restaurantes para olvidar que, coñac tras coñac, la vida era una gran mierda. ¿Pensaba en ello David Bisbal mientras se masturbaba? Evidentemente no. En aquella habitación de aquel miserable lugar, el cantante concentraba todas sus fuerzas en estimular su miembro a través de los sencillos compases de su conocida Oye el boom. Este sería, de lejos, el momento más dichoso del día.

Era una deprimente mañana de domingo, una de esas mañanas que jamás pasarían a la historia. ¿Otra fracasada cumbre internacional sobre el medio ambiente? ¿La muerte de una estrella? ¿Un Getafe – Leganés de la cuarta jornada? Nada. Las efemérides serían rellenadas con algún intrascendente ‘Día Mundial del Membrillo’. Sin atisbo de hitos, solo quedaba la ducha de la vergüenza. Frotar, exfoliar y aclarar. Peinó sus rizos frente al espejo y pensó en lo poco que le apetecía actuar aquella noche. A veces soñaba con alejarse de los focos, volverse olvidable para su público. Estaba harto de la ropa interior mojada de los fans sobre el escenario y de la gente fea con la que se veía obligado a echarse fotos.

Desde su más tierna infancia, el almeriense ya reflexionaba sobre las emanaciones de su mente con respecto a la realidad. ¿Las personas eran productos y, por lo tanto, la única cosa de la que podía tener certeza era de la existencia de sí mismo? ¿Tenían conciencia aquellos que cantaban y bailaban Bulería desde 2004 o solo eran proyecciones de su yo? Bisbal era un solipsista convencido.

Todo esto, claro, fue antes de coger el móvil y leer aquel desconocido mensaje de Whatsapp de las 13:07 horas: “Eh, tú. Esta noche cuando cantes Lloraré las penas en el concierto, te voy a matar. A machetazos, marrano”. Ahí ya fue cuando se le pusó mal cuerpo y se abrió una lata de Fanta de naranja.

David quería dar aquel concierto. En ningún momento había decidido que el concierto anterior al que daría esa noche sería el último, y con lo que le había costado tomar la decisión ahora, esa amenaza le rompía todos los esquemas. Advirtió de pronto que su interlocutor no tenía bloqueada la foto de perfil: “Qué estúpido”, pensó. Tocó la miniatura de la foto para verle la cara, pero Bisbal era todo pulgares y su torpeza provocó una llamada de Whatsapp involuntaria que determinaría su futuro más inmediato. Trató de colgar rápidamente, pero la brusquedad de su movimiento dejó la pantalla de su Huawei salpicada de Fanta, y la función táctil brilló por su ausencia. Una señora mayor respondió a la llamada, y, para el su asombro, su voz sonaba exactamente como la de Mariví Bilbao. Bisbal estaba bloqueado. La supuesta Mariví no dejaba de decir: ‘¿Pero quién es? ¿Vicenta? ¿Concha?’

Bisbal se hizo pronto con una servilleta, logró secar la pantalla y así terminar la llamada. Ya por curiosidad, y siendo mucho más cuidadoso, miró la foto de perfil. En ella se apreciaba una delgada y anciana figura femenina con un puro en la boca y una bata de seda que dejaba poco a la imaginación. El rostro no se distinguía bien, pues quedaba cubierto casi en su totalidad por unas gigantescas gafas del chino, de estas que se compran tus padres para vestirse de hippies en los guateques de antiguos alumnos.

Aquella imagen protagonizó su segundo episodio onanista del día. Esta vez no hubo ducha de la vergüenza, en su lugar se sumergió sin vacilar en ese turbio caldo con pelotas al que algunos lugareños llaman Mar Menor. No solo casi se ahoga al tratar de salir a la superficie justo por donde un niño gordo hacía el muerto, sino que haber olvidado el protector solar en su apartamento le costó una quemadura de segundo grado en el cogote. Desde luego aquel no estaba siendo su día.

Ya de vuelta en su apartamento, David no escatimó en aftersun mientras trataba de dar explicaciones a aquel mensaje amenazador. Mariví Bilbao no solo estaba muerta, sino que años atrás le había confesado, tomando café, que en sus encuentros de BDSM con un señor llamado José Carlos le gustaba poner en bucle Lloraré las penas. Vaya pitote. Al menos, eso debió pensar el almeriense de esta serie de catastróficos sucesos.

Faltaban solo tres horas para el ensayo y Bisbal no estaba para nadie en aquel averno donde le dolía la cabeza y lo querían matar. En ese orden, más o menos. ¿Debía avisar a la Policía? ¿A Paquito, su mánager? Era absurdo, la insolación no le permitía contestar a ninguna de esas preguntas. Alcanzó con dificultad los pitillo granates y la camisa negra con chorreras que vestiría esa noche. Se calzó y se dispuso marchar hacia el backstage del concierto.

Diez botellines de Cacaolat, una docena de torreznos, un palo santo de treinta centímetros y Mari Laura, su maestra y emisora de reiki, lo esperaban en el camerino. Desde hace diez años, Bisbal no había roto nunca su terapia de sanación milenaria antes de cada concierto y no lo iba hacer ahora a pesar de la amenaza que se le avecinaba. Cuando la maestra Mari Laura le estaba transmitiendo a través de sus manos la fuerza natural que da la vida, a Bisbal le llegó un nuevo mensaje. Rápidamente, el cantante se abalanzo sobre la pantalla de su pegajoso móvil con olor a Fanta naranja donde pudo ver un nuevo mensaje de Whatsapp en formato de audio de aquel número desconocido. Le dio al play, claro:

“Oye, mira, que soy el José Carlos, el amigo de Mariví, el del BDSM, que antes te he amenazado de muerte con este número. Esp… espera, ¡PERO QUÉ HACES SUBNORMAL, NO VES QUE AQUÍ POR AQUÍ NO SE PUEDE ADELANTAR! Resulta de que (sic) he pillao un atasco aquí a la altura de Llano de Brujas y creo que ya no llego a matarte en el concierto. [se escuchan los claxones de un Ssangyong Actyon y un Peugeot 206] y nada que me sabe mal porque te tengo ganas, hijo de puta, pero estas cosas se tienen que hacer bien. Así que eso, llévate cuidao para otra vez porque puede ser la última y QUE NO, HOSTIA, QUE NO, CABRÓN”.

El final del audio era una nueva serenata de claxones. Bisbal no se lo creía y lloró. Gimoteo como hacia años que no lo hacia. Y Mari Laura con él. ¿Estaba a salvo? ¿Ese audio marcaba el fin de tanta desgracia consecutiva? ¿Cómo decirle a su maestra de reiki que se había cagado encima de la emoción? Vaya día, eh. Y todavía quedaba el concierto.

Bisbal sintió de pronto la imperiosa necesidad de dar aquel concierto, recobrando las ganas de actuar como si de la primera vez se tratara. Tras una corta reflexión sobre los meses de mierda que había llevado en La Manga Club Resort, identificó una pauta recurrente en todas sus etapas depresivas: beber Fanta de naranja compulsivamente.

David siempre había rechazado cualquier producto cuyo tipo de producción vulnerase salvajemente los derechos laborales, fundamentales y fueran descaradamente insostenible para el planeta, pero en ocasiones sufría graves crisis de identidad que se retroalimentaban a través del consumo de esta horrible bebida que, amén de estar malísima, encarnaba lo que David Bisbal llamaba “el puto diablo”.

Lo tenía claro. A tan solo una hora de su concierto, decidió que nunca jamás volvería a beber Fanta, menos aún de naranja. 

Esa noche Bisbal dio un concierto que años después sería calificado por los expertos como “el peor de toda su carrera”, aunque él declaró haberlo disfrutado “como un enano”.

David Bisbal siguió alegrando la noche de millones de señoras mayores con sus conciertos hasta el fin de sus días, coliderando al mismo tiempo campañas muy potentes de boicot a Coca-cola junto al que se convertiría en su compañero de vida, José Carlos, quien nunca dejó de amenazarle de muerte.

Por Joe Pachorra / Laura Moya

Una fue criada entre cabras y limoneros. El otro es un mamarracho a tiempo compelto. Ambos con conciencia, humor y cariño para sobrellevar la pereza que da este mundo.
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