Luces en el cielo

Estaba yo en el patio, calentando mis manos sucias en una fogata de ramas y gasolina, pensando en que aquella iba a ser una Nochebuena tranquila cuando alguien llamó a la puerta. No era muy tarde, así que pensé que sería algún vecino del barrio gorroneando cigarrillos o algún puto crío haciendo la gracia de turno. Levanté mi culo del ladrillo frío que usaba de asiento y me acerqué a la parte trasera.

—Quién es —pregunté acercando la oreja al metal de la entrada.

—Quién va a ser —dijo una voz justo antes de escuchar el sonido de un gargajo chocando contra el suelo—. Soy Lucas, imbécil.

Hacía un par de meses que no veía a ese capullo por el barrio. Solíamos encontrarnos en la taberna de Francis para tomar clarete rancio. Una noche, después de vomitar el vino rojo contra la barra, me convenció para que le acompañara a la casa de Mariano, un proxeneta que tenía a las hijas de alguien trabajando para él. Cuando fuimos a su tugurio maloliente, Lucas estaba lo suficientemente borracho como para darle la mano a aquel cabronazo y follarse a una de sus gordas. Yo me quedé hablando con Mariano en la sala de estar mientras él se preparaba sus polvos mágicos encima de un papel metálico. Cuando Lucas salió de aquel cuartucho se le pusieron los ojos como discos de vinilo al darse cuenta de que no tenía dinero para pagarle a ese chulo. El jambo estaba esnucado contra un cojín acartonado y no le dio tiempo a agarrar a Lucas cuando comenzó a correr hacia la salida. Yo me quedé quieto, como si aquel gorila tuviera visión de movimiento, pero él me levantó de los cuellos de la camisa. Pude ver cómo se le hinchaban las venas azules y gruesas del pescuezo, y entonces me amenazó con cortarme las pelotas si no pagaba el polvo de mi amigo. Yo había cobrado mis chapuzas de aquel fin de semana, así que tenía un par de los grandes en el bolsillo. Mariano se quedó con todo y me dijo que nos partiría la espalda si volvía a vernos por la zona.

—Qué haces aquí —le pregunté a Lucas desde el otro lado de la tapia.

—¿Es que no puede uno felicitar la Navidad a un viejo amigo?

—No es un buen momento, Lucas —le dije detrás de la puerta metálica—. Tengo que dar de cenar al viejo.

Oh, vamos —dijo castañeando los dientes de frío—. Solo serán unos minutos.

Yo miré el reloj-anuncio de Pepsi que había mangado de la taberna de Francis. Faltaba media hora para que mi padre se despertara pegando berridos como un animal enfermo. Mi viejo estuvo toda su vida currando como peón de obra y el pobre tenía el cerebro hecho papilla desde aquella caída del andamio. Después de un vistazo rápido, un médico que fumaba todo el rato me dijo que no volvería a moverse nunca más. Los escalofríos mentales le hacían llorar como un bebé anciano y la única forma de callarlo era echándole un par de barbitúricos en los potitos. Yo pasaba de calentárselos, así que estaban fríos como un cuerno, y cuando le metía la cuchara en la boca gritaba mientras su aliento fétido cortaba el aire rancio de la habitación.

—Está bien —le dije a Lucas abriendo la puerta— Te doy veinte minutos.

Comenzamos a andar por las calles oscuras y vacías del barrio. Lucas parecía un gángster de la tele vestido con aquella americana elegante y esos botines negros y brillantes. Empezó a contarme que se largó a la casa de su hermana paralítica justo después de la movida con Mariano. La chica estaba muerta de cuello para abajo, así que Lucas le dijo al asistente que la cuidaba que se encargaría de ella a partir de entonces. Firmó unos cuantos papeles y el tipo se piró sin pedir demasiadas explicaciones.

—Seguro que el cabrón de Mariano te sabló por mi culpa —dijo sacando tres de los grandes de una cartera de piel.

Yo le pregunté que cómo había conseguido la pasta. Él me sonrió enseñándome sus dientes picados y me dijo que en un momento me lo enseñaría.

Llegamos hasta el final del parque y vi su chabola medio derruida. Sus padres la palmaron hacía tiempo por culpa de un tiro de caballo mal cortado. En algún momento ellos también le debieron pasta a alguien, así que ese alguien no dudó en cargárselos con la única cosa que no abandonarían nunca. Lucas abrió la puerta de plástico y me invitó a pasar. Yo me quité el abrigo con un movimiento de hombros y lo dejé encima de un sillón despellejado. En la oscuridad, Lucas se acercó al centro de la habitación y alargó los brazos hacia la bombilla que colgaba del techo. La enroscó con sus manos temblorosas y una luz amarillenta iluminó la sala como un quirófano. Las cucarachas se escondieron bajo los muebles y Lucas me dijo que me sentara.

—Tengo que prepararla —dijo quitándose la americana—. ¿Quieres tomar algo?

—No hace falta —le dije sin saber muy bien a qué se refería— Debería irme dentro de poco.

Lucas fue hasta el final del salón y abrió una puerta chirriante. Vi un resplandor de colores chillones, y entonces él cerró la puerta y no volvió a salir hasta después de un rato. Luego se pasó el dorso de la mano por los labios y me dijo que ya estaba todo listo. Me invitó a pasar y vi un árbol de plástico envuelto de luces de Navidad cutres. Su hermana estaba en bragas encima de una cama mugrienta, con la mirada perdida y sin mover un solo músculo de su cuerpo pálido y delgado.

—Ya te he calentado el agujero —dijo echando el aliento en el hueco de sus manos—. A veces lo tiene más seco que un polvorón.

Yo me quedé mirando a su hermana. No estaba mal teniendo en cuenta que no podía mover ni una puta extremidad.

—Ni mordiscos, ni golpes —dijo Lucas señalándola con el dedo—. Mañana vendrán un par de amigos y quiero que esté decente.

Él salió del cuarto y yo me senté en la cama haciendo sonar los muelles oxidados. Las luces del árbol iluminaban el cuerpo lisiado de la hermana de Lucas. Parecía un puñetero maniquí con la boca embadurnada de pintalabios rojo y los mofletes brillando del colorete barato. Lucas había puesto villancicos en el salón y ella comenzó a echar lágrimas de sus ojos vacíos. Hubo un tiempo en el que aquellas cosas me ponían cachondo, pero desde que mi padre se transformó en un vegetal aberrante empecé a tener la estúpida idea de ganarme un sitio decente en el otro barrio. La tía me dio una lástima de cojones y yo no sabía muy bien qué hacer. Ella comenzó a mover los labios como si tratara de decirme algo y yo le acerqué mi oreja a la boca. Me quedé pensando un momento, pero después le agarré por el cuello y apreté fuerte hasta que se puso morada. Cuando dejó de respirar esperé unos minutos y le bajé los párpados rojizos con mis pulgares hinchados. Me levanté de la cama y cuando salí del cuarto me encontré a Lucas sobando y roncando sobre el sofá mohoso. El tocadiscos se había rayado y los peces en el río no paraban de beber y beber. Cogí el abrigo del sillón y abrí la puerta de la calle.

—Feliz Navidad, Lucas —dije subiéndome los cuellos de mi chaqueta.

Salí a la oscuridad invernal del barrio y comencé a andar bajo los árboles desnudos del parque. Llegué a casa, y cuando abrí la puerta trasera me asusté bastante porque no escuché los gritos de mi padre demente. Entré en el cuarto y me encontré al viejo seco y muerto con los ojos abiertos sobre su colchón de gomaespuma. Salí de su habitación y cogí de la cocina uno de sus potitos caducados. Fui hasta el patio y vi que mi fogata seguía encendida. Me senté sobre mi ladrillo y puse a calentar el potito cerca de las llamas. Al poco rato volví a cogerlo y abrí la tapa con las mangas de mi chaqueta. Comenzó a nevar y un copo blanco y perfecto aterrizó sobre una de mis mejillas. Miré al cielo y vi las luces intermitentes de un avión en la noche. Pensé en si la gente de ahí arriba podían ver el fuego de mi hoguera y me pregunté qué pensarían de mí, de nosotros. Cogí una cucharada de potito y me la metí en la boca, todavía frío, y entonces cerré los ojos.

Por Mario Requejo

Qué bonita y qué fea y qué graciosa y qué triste esta canción.
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