Los deberes

Ángela terminó de fregar los platos y salió de la cocina. Entró en el salón y comenzó a hojear una de sus revistas. Después de un rato la cerró, la dejó encima de la mesita y observó el espejo que colgaba de la pared. Estaba torcido. Se levantó del sofá y lo movió hacia un lado. Se miró en su reflejo durante un momento y entonces sonó el timbre de la puerta.

Se acercó y echó un vistazo por la mirilla. La luz del rellano estaba encendida pero no vio a nadie frente a la entrada. Se dio la vuelta, y cuando estaba volviendo al salón escuchó tres golpes en la puerta. Volvió a mirar y observó que todo estaba a oscuras.

—Seas quien seas no necesitamos nada.

—Por favor —respondió una voz de niño.

—¿Quién es?

—¿Puedes abrirme, por favor?

—Lo siento —dijo ella—. No puedo abrirte si no me dices quién eres.

Hubo un pequeño silencio.

—¿Hola? —preguntó, observando la oscuridad del rellano.

—Son mis deberes —respondió la voz de niño.

—¿Deberes?

—Por favor. Necesito que me ayudes con los deberes.

—¿Por qué no das la luz y dejas que te vea?

El niño se quedó callado por un momento.

—No llego al interruptor.

—Pero antes…

—Sí —respondió la voz de niño—. Pero ya estaba encendida cuando llegué.

—Está bien —dijo Ángela—. Voy a abrir, ¿de acuerdo?

Echó la cadena y miró a través de la puerta entreabierta. Intuyó una pequeña figura en medio de la oscuridad. Luego cerró y descorrió la cadena. Volvió a abrir despacio y la luz de su piso iluminó la cara de un niño.

—Hola.

—Hola —respondió ella—. ¿Quieres pasar?

El niño traspasó el umbral de la puerta y cruzó el pasillo. Entró en el salón y se sentó en una esquina del sofá. Cogió la revista de Ángela y comenzó a hojearla.

—Bien —dijo ella—. ¿En qué puedo ayudarte?

El niño cerró la revista, la dejó encima de la mesita y empezó a mirar a su alrededor.

—¿Qué es eso? —preguntó.

—¿El qué?

—Eso —dijo señalando el objeto que colgaba de la pared.

—Un espejo. ¿Nunca has visto uno? —preguntó sorprendida.

—¿Para qué sirve? —dijo el niño.

—Observa.

Ángela se acercó. Comenzó a tocarse el pelo, hizo gestos con la cara y estiró las mangas de su vestido.

—Puedes verte tal y como eres —dijo, y se dio la vuelta para mirar al niño—. ¿Te gustaría probar?

—No hace daño, ¿verdad?

—¡Por supuesto que no! —respondió ella—. Tu reflejo no puede hacerte daño.

El chico se levantó del sofá y se situó a su lado.

—¿Ves? —dijo Ángela, poniendo las manos encima de los hombros del niño—. Ese eres tú. Y esa que ves ahí —dijo señalándose a sí misma—. Esa, soy yo.

Ambos permanecieron un momento quietos, mirándose entre ellos.

—Bien —dijo el niño finalmente, dándose la vuelta—. ¿En qué puedo ayudarte?

—Mis deberes —dijo ella.

—¿De qué se trata? —respondió el niño.

—Necesito que me ayudes con los deberes.

Por Mario Requejo

Qué bonita y qué fea y qué graciosa y qué triste esta canción.
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