Misión secreta jam

Atardecer. La impresora funcionando a toda pastilla. Dentro de hora y media estaré en un escenario. Misión: despertar los apetitos sexuales de mujeres con gafas de pasta. Mis armas: media docena de folios repletos de palabras precisas. Florituras del lenguaje como cola de pavo real. Lugar: un bar de mala muerte, un pub oscuro, un café sórdido donde la gente te observa como si fueras la próxima víctima de un loco con motosierra. Evento: Jam de poesía o micrófono abierto para rapsodas. ¿De qué estamos hablando? De un lugar donde vomitar versos como si no hubiese mañana, uno de esos espacios para liricistas que en los últimos años han brotado en enjambre por las ciudades de España.

20:33. La impresora termina. Hora de vestirse. Si Batman se disfraza de murciélago, Superman con pijama de día del orgullo gay, los poetas llevamos el Poetitraje. El Poetitraje varía según el poeta: bufanda deshilachada para estudiantes de filología, jersey de punto para los que abandonó la novia, camisa con churretones para los que defecan sobre el capitalismo.

Mi identidad secreta: abandonado por novia cruel. Igual que Pablo Neruda y sus veinte poemas de amor. La vieja táctica de pobrecito, ven que te abrace, si necesitas hablar y… zacazás, noche de tentáculos. ¿Funciona? No siempre. Pero sí lo suficiente para compensar las dos horas de lavado a mano del jodido jersey de punto.

22:05. Soy el cuarto. Antes de mí otras tres aves muestran plumaje: una oda a la bombilla del retrete, otro que dice masturbarse con la foto de la alcaldesa, un tercero que compara su antiguo amor con la carretera de Burgos.

Mi turno. El presentador de la jam se refiere a mí como ex componente de la tuna de Farmacia. Risas. Por un momento me siento Lope de Vega en una de esas tabernas de espada y grosería. Tomo aire. Cinco minutos para mostrar el género. Empiezo recitando un poema sobre mi barriga, como diciendo, mirad soy gordito y estoy orgulloso. Falso. Me cortaría el testículo izquierdo si con ello me garantizaran el abdomen de Russell Crowe. Pero uso un truco que aprendí de Quevedo: si tienes un defecto, ríete de él. Los poemas los recito con voz de loco de las cavernas (al igual que Girondo). Mucho aspaviento a lo Espronceda.

Termino. Llegan los aplausos y desciendo del escenario con la ilusión de que alguna se acerque y me diga que quiere leerme en privado.

Fracaso como Bécquer. Sólo me felicita un gordo con más pelo que yo.

0:41. La calle. Camino bajo farolas naranjas. Mañana seguiré escribiendo con locura. Desde Garcilaso a Carlos Edmundo Dory, la poesía se alimenta de este anhelo constante. Como dijo el agente secreto Góngora: Goza cuello, cabello, labio y frente.

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