Confesiones en un parabrisas

Jorge mantenía una relación compleja con las palabras. Las concebía con nitidez, casi podía visualizar el modo en que las letras se entrelazaban como las cadenas de nucleótidos de aquella serie de dibujos animados que había visto en su infancia hasta la saciedad. Surgían de su cabeza palabras y más palabras, unas breves y contundentes, otras sibilinas y largas como orugas articuladas con sílabas. Algunas nacían con vocación de caricias; otras estaban predestinadas a convertirse en trabucazos a bocajarro o golpes de florete igualmente letales. Cuando tocaba elegirlas, le gustaba comparar el proceso con la extracción de juguetes y peluches por medio de esa máquina en la que unas pinzas teledirigidas se ciernen sobre la montaña de objetos deseados. El problema de Jorge se concentraba en la fase final de la ejecución. Los envites solían asestarse en su cerebro, todo lo más en la garganta, pero casi nunca a campo abierto, en el fragor de una buena conversación.

Absorto en sus propias limitaciones comunicativas, Jorge caminaba calle abajo junto a Mónica. Paseaba con la parsimonia confusa de quien no quiere despedirse y llegar a casa pero tampoco encuentra la artillería con la que relanzar una tarde en la que cree que sus mejores contribuciones son ya pasto del olvido. Mientras, el decorado envolvía tales pensamientos con trazas de novela negra. Los transeúntes estiraban los cuellos de los abrigos para protegerse del frío, los edificios se recortaban contra un cielo oscurecido de forma ladina, en las cafeterías bullían las sonrisas entre tazas humeantes, bufandas desenrolladas y jerséis de lana…

En estas llegó la hora del adiós. Dos besos e instantes después Mónica entraba en su coche para perderse entre el tráfico. De nuevo aquel nudo de vocales y consonantes bloqueando el esófago. Jorge se miró en el espejo del portal y se recriminó no haber compartido con Mónica la tristeza de haber visto hacía un minuto a un amigo muy querido y no haber sentido impulso de llamarlo a voces desde la acera opuesta. Tampoco le dijo que la consideraba una de sus mejores amigas por más que ambos lo supieran de sobra.

Fiel a su estilo, Jorge se metió en el ascensor y decidió que la próxima vez dejaría una nota en el parabrisas de Mercedes para revelarle al menos alguna de tantas confidencias silenciadas.

Por Juanan Galán

Profesor de inglés por las mañanas, escritor y cinéfilo a la mínima ocasión. Autor de la novela "El tránsito". Colaboro con "Maldita Cultura" y "Tribuna Andaluza".
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