En la obra del escritor británico, encontramos el valioso descubrimiento en lo más allá de lo presuntamente infranqueable. Su pensamiento poético asalta las murallas del escepticismo empuñando el compromiso humanista.
Por Pedro Luis Ibáñez Lérida
Nada ni nadie nos libra de las ausencias. Ni siquiera la propia vida que es contradictoriamente la mayor de ellas. Arthur Rimbaud discernía en esos términos, “La verdadera vida está ausente”. Su obra adquiere connotaciones inquietantes con respecto a su accidentada biografía. Apenas la edad de 18 años para escribir Una temporada en el infierno y abandonar definitivamente su sed de expresión. Amortajó el silencio poético con esta obra y se aventuró hacia otras vidas: maestro, mendigo, explorador, comerciante, intérprete en un circo y traficante de armas. La relación de tempestuoso amor con Paul Verlaine intensifica ese planteamiento alejado de lo convencional que caracterizó su errabundo tránsito por el mundo. El cáncer de huesos que sufría acabo con su vida a la edad de 37 años.
Desaparecemos, sin más. La posteridad es simplemente ínfula. Los continentes se repliegan empujados por la fricción de las placas tectónicas. Así, en nuestra extraña –o quizás hermosamente enigmática- naturaleza, el halo de lo trascendente se retuerce en el fondo de la memoria. La furtiva emoción nos aprieta hasta desajustarnos del ritmo de lo prosaico. Andamos a tientas ansiando la luz. La muerte nos roza permanentemente. El alegato por la vida es el anzuelo con el que se pretende atrapar la infinitud. Solo los muertos nos hablan de ello. Ellos son nuestro sustrato. De ellos provenimos y hacia ellos nos encaminamos.
John Berger desenclava la existencia. “¿Cómo viven los vivos con los muertos? Hasta antes de que la sociedad fuera deshumanizada por el capitalismo, todos los vivos esperaban alcanzar la experiencia de los muertos. Era ésta su futuro último. Por sí mismos, los vivos estaban incompletos. Los vivos y los muertos eran interdependientes. Siempre. Sólo esa forma moderna tan particular del egoísmo rompió tal interdependencia. Y los resultados son desastrosos para los vivos, que ahora piensan en los muertos como los eliminados”. El autor británico donó la mitad del premio Booker a los Panteras Negras para protestar contra las explotaciones que habían enriquecido al fundador Booker McConnell en el Caribe. La otra mitad la usó para financiar Un séptimo hombre, largo reportaje que realizó con el fotógrafo suizo Jean Mohr sobre la vida de los inmigrantes europeos después de la Segunda Guerra Mundial. Un sencillo apunte de entre muchos para aproximarnos a la entidad intelectual y moral del autor de Maneras de ver. Fue pintor de vocación hasta los treinta años. Transcurrían los años cincuenta y su decisión de ser escritor estuvo ligada a la fe y el compromiso puramente humano, “había demasiadas urgencias políticas para pasarme la vida pintando”. A partir de esa decisión, todo lo que escribió le comprometió en una acción directa insuflada por el mandamiento insobornable de contar desde otra distancia: “Transportamos poesía / como los trenes de mercancía del mundo / transportan ganado. / Pronto los lavarán / en las vías muertas”. Sin embargo nunca puso la literatura al servicio de la ideología. Era el mismo pensamiento literario, el que generaba el discurso apegado a la más humilde, sencilla pero profunda actitud intelectual. La estancia de su escritura es de tan abrumadora transparencia, que al traspasarla ésta nos atraviesa indefectiblemente, “ser deseado es quizá lo más cerca que alguien puede estar de sentirse inmortal en esta vida”.
Un tiempo verctical sin nada que lo circunde, excepto la ausencia. La poética de John Berger brinda y conmueve con la excelencia de su humanismo el escenario realista al que nos adentra en su discurso narrativo, con obras como El cuaderno de Bento o la trilogía De sus fatigas. En su decir poético no existe correlación biográfica de sucesos. Es un meteorito que cae sobre sí, “¿dónde está uno realmente cuando llega un poema? En ningún lado, sin duda”. Y ese ningún lado, le confiere la práctica del hacedor en lo impenetrable. Nada le pertenece ni posee, salvo el mayúsculo sentido de su propio trabajo de observador impenitente, mientras el zumbido lírico se hace más evidente en el pensamiento. La poesía se deshace en fragmentos como metralla para proferir toda su integridad a bocajarro. Entre sus autores, Juan Rulfo, César Vallejo, Bertolt Brecht. A la edad de setenta años recopila en Páginas de la herida su obra poética que se extiende entre 1955 y 2008, diseminada en novelas y ensayos. “Lo importante en un escritor es el pacto. Saber dejar un espacio en blanco, un espacio sin contaminar para que pueda revelarse lo no escrito. Es el espacio del silencio. Y es ese silencio el que permite que la esperanza se haga tangible”. Con su muerte este misterio se hace sonoro y barrunta el presagio díscolo en el eco intemporal que lo precede.
John Berger. Imágenes de Images Dawn y Huffington Post.