Tres puertas

Tengo la boca seca. Despierto como despierta la fiebre, templado y tembloroso. Salir de la zozobra que representa el pozo del Hypnos a una realidad superficialmente ajena es una labor ensordecedora. Como dos ondas que fluctĆŗan entre dos medios de diferente densidad.

Estoy solo en la habitaciĆ³n, solo en este instante y en este momento, pues nada perciben mis sentidos que me aboque a otra idea. Suena Alejandro Dolina en su eco radiofĆ³nico devolviĆ©ndome en los carruseles de sus espirales a pisar tierra firme. Hay un mundo ahĆ­ afuera. Un hijo de puta mascando chicle.

Un mundo nocturno, con alas de membrana envuelve el instante y eclipsa el ahora. Patagio como obscuridad con b intercalada, absorbente y obtusa.

Se desmigajan las legaƱas y los pensamientos se ordenan. Soy yo, el de siempre, el que coexiste con el resto. Es de noche, un fenĆ³meno que se repite diariamente. Tengo sed, el aire se humedece. Si nada lo remedia, vuelvo a mis automatismos, mis dobleces, las minucias.

Me levanto del camastro, soy un resorte, jadeo consciencia. Si los lobos heridos sangraran en la nieve formando tests de Rosrchach todo serĆ­a mĆ”s sencillo. Si dijeras NO todo serĆ­a mĆ”s positivo. Me empieza a acuciar una necesidad-necedad, una rutinaria queja ante las autoridades. El crujido de un silencio incĆ³modo.

Asoma un poco de claridad por la ventana, la extraƱa luz de luna, esos cristales que confundimos con faroles. Confundimos muchas cosas, a veces nos cunde. A veces, quemamos bosques y hundimos buques.

Salgo al pasillo enajenando a las paredes con mis toques ciegos, no veo una mierda. La visiĆ³n se empieza a acostumbrar al negro, tornĆ”ndose un gris apagado, unas formas, un pasillo de hormigĆ³n de siete metros. Tres contornos. Tres puertas.

Puerta I.

Algo me olĆ­a raro, chamusquina esquizoide quizĆ”s. No recuerdo este pasillo, no recuerdo estas malditas puertas. ĀæDĆ³nde amanecĆ­ -anochecĆ­- , en una paradoja confusa a lo hotel de los infinitos huĆ©spedes? ĀæQuĆ© peli de Bergman me estaba contando a mĆ­ mismo?

Estaba tranquilo, no habĆ­a mucho mĆ”s temor allĆ­ que curiosidad, menos que oscuridad. La extraƱa bruma que corrĆ­a por el suelo como una anguila de rĆ­o, tampoco me inquietĆ³ demasiado. Era verde, una pequeƱa aurora boreal a modo de alfombra. Todo esto es muy ochentero, me dije.

Un pequeƱo y tenue piloto incandescente, a lo luz de emergencia, coronaba la primera puerta. Era de chapa, tachonada con redondos y compactos tornillos. TenĆ­a cierto color Ć³xido en el marco, una maneta de escotilla de submarino soviĆ©tico en el centro.

La toquĆ©, estaba frĆ­a, distante, como una bailarina de cristal. ApoyĆ© mi peso en ella pensando que iba a estar cerrada. Estaba abierta; gimiĆ³ como una plaƱidera malpagada en el funeral de un almirante de marina, arrastrĆ”ndose en un arco sobre el tabique, rasgando el suelo como si hubiera arenisca, lentamente, decididamente. El interior estaba parcialmente iluminado.

SeguĆ­a de fondo la tertulia de Dolina en la habitaciĆ³n donde me despertĆ©, pero la estaba ahogando otra emisiĆ³n, un dial diferente que salĆ­a del habitĆ”culo reciĆ©n descubierto. Era un informativo, el locutor con voz neutra, repetĆ­a apresuradamente hechos y circunstancias que se sucedĆ­an rĆ”pidamente. El televisor de unas 40 pulgadas, era de tubo catĆ³dico, un rinoceronte de vĆ”lvulas y transformadores de lĆ­nea que se imponĆ­a vituperante sobre un mudo y paralĆ­tico sillĆ³n orejero.

He estado antes en esta habitaciĆ³n, pensĆ©. Haber estado en un sitio es como no haber estado nunca. Ya no estĆ”s; estuviste. Como el aprendiz de alquimista Edward Kelly, en cuanto se acabĆ³ el polvo de proyecciĆ³n, no se diferenciaba de cualquier otro farsante en la transmutaciĆ³n. Yo convertĆ­a cualquier material en oro, declamaba mientras escapaba de prisiĆ³n. DemuĆ©stramelo, solo sacabas pelusas del bolsillo antes de despeƱarte por aquellos riscos.

El dial de la tele cambiĆ³ y podĆ­a sentir el trasiego de gente que estuvo allĆ­, ectoplĆ”smicos murmullos graznaban, jipaban, barruntaban, croaban y roncaban de fondo, tras el anuncio que ahora emitĆ­a la televisiĆ³n. Alguien habĆ­a vivido en aquella habitaciĆ³n, habĆ­an estado amigos, una pareja, familia, niƱos pequeƱos, humildes algunos, soberbios en ocasiones. Supernumerarias relaciones que se superponĆ­an en time-lapse en aquel escenario que parecĆ­a un decorado de un teatro de barrio. Escenas se entremezclaban: reuniones, bodas, funerales, bailes paganos e intoxicaciones. Mientras la televisiĆ³n escupĆ­a atentados, olimpiadas, conmemoraciones, dĆ­as comerciales y abdicaciones, un pitido de baja frecuencia empezĆ³ a aturdirme. Fue como un golpe seco que me provocĆ³ desorientaciĆ³n y mareos. A mi cabeza asomaron decepciones ignĆ­fugas que no terminaban de convertirse en cenizas. SaquĆ© la cabeza de la habitaciĆ³n, no quise entrar en aquel armario ropero gigante con olor a alcanfor y vinagre. IntentĆ© cerrar el portĆ³n de chapa, se habĆ­a atascado.

Puerta II.

Avanzo unos pasos por el pasillo. La segunda puerta tiene una pequeƱa bombilla halĆ³gena convenientemente disimulada en un lateral. Es de madera procesada, un aglomerado que parece robusto. El pomo es de metal y frĆ­o al contacto. Miro a la bĆ³veda por primera vez, la pequeƱa bombilla deja entrever unas manecillas girando en el techo. EstĆ”n dando la hora.

La hora es un invento artificial de hace siglo y medio. Las colonias americanas ganaron a los franceses con la implantaciĆ³n de los husos horarios. Ellos querĆ­an dividir el dĆ­a en diez horas, y esas horas en decenas y centenas. Todo serĆ­a mĆ”s lĆ³gico, a los niƱos les resultarĆ­a mĆ”s intuitivo que comprender que son veinticuatro horas por la divisiĆ³n de meridianos, y que sesenta es una fracciĆ³n de una circunferencia. Pero ganaron los americanos, Ćŗltimamente siempre ganan los americanos.

La puerta tiene un cerrojo, lo corro. Me doy cuenta de que hay otro cerrojo mĆ”s pequeƱo; minĆŗsculo. No tengo los dedos lo suficientemente pequeƱos para apretar el muelle y girarlo, asĆ­ que lo descerrajo. TambiĆ©n tiene una fechadura, esto parece una broma. Instintivamente me hurgo en el bolsillo, tengo una llave. PequeƱa y modesta, con sus dientes de leche perfectamente funcionales. Ni me planteo el porquĆ© de tener esa llave metĆ”lica ahĆ­, me es perfectamente conocida. De hecho si me sacara de la faltriquera una jirafa con un seƱor con ojos en la planta de los pies montado sobre su grupa, no me sorprenderĆ­a lo mĆ”s mĆ­nimo.

Suena una melodĆ­a como un cofre de Zelda, se va entornando despacio y majestuosa. Me siento ridĆ­culo. Abro la segunda puerta y me encuentro el reflejo del salar de Uyuni.

Puerta III.

SaldrĆ© de la anterior estancia sin demasiada premura. Todo serĆ” un fake, pero esta engaƱifa estarĆ” pensada y resultarĆ” maniqueamente creĆ­ble. Me verĆ© a mi con ojeras y despeinado, con tropos y anomalĆ­as racionales que me convencerĆ”n de que esta trampa serĆ” confortable. No habrĆ” tiempo para dirigirme a la tercera puerta. Esta serĆ” de granito, un bloque monolĆ­tico de inabarcables toneladas como custodio de un hediondo y morado rey egipcio. No los verĆ©, los intuirĆ©. Dentro habrĆ” sin rostros, un navĆ­o ebrio en fata morgana, todas las raĆ­ces del mundo vegetal intentando llegar al Ć³vulo. No sĆ© que esperarĆ© de ese enigma de esmegma, un interrogante que dure un dĆ­a de Brahma, veinticinco mil aƱos aproximadamente.

Me encenderĆ© un cigarrillo, mientras parece que filtran arenas a travĆ©s del tapĆ³n de roca. No tendrĆ” mucho sentido meditarlo mĆ”s.

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Retorno mis pasos por el pasillo, vuelvo a la habitaciĆ³n del sueƱo. Hay crisantemos sobre la cama. Dolina sigue con su programa radiofĆ³nico hablando sobre la cosmogonĆ­a nazi, la tierra cĆ³ncava y sus viajes al polo. Tengo la boca seca.

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