Busco…
Aquí. No.
Quizá este. Es perfecto. Pero no.
Sigo buscando, con la creencia inmutable de que en esta vida todo tiene su versión barata.
Por fin, encuentro. Pido otra cerveza.
Mejor. Quizá escribir un cuento.
Cerca de mí hay una china, una niña, una niña china, que tararea baladas orientales, que eleva su vocecita por encima del hilo musical. Al otro lado: una manada de punkis. Aún no lo he comentado, pero me encuentro en un oasis en pleno centro urbano, y lo lleva una china, ¿su madre? Qué más da.
Nada entre estas paredes color pronóstico derrota llama demasiado la atención. Nada revela información transcendente. No es un bar chino, tampoco es un bar punki, pero sí lo es su clientela, al menos una mayoría sin contar al escritor, y la gerente, encargada o dueña del garito, es indudablemente china.
No, no me he olvidado. Escribir un cuento. Lo que pasa es que el ambiente me distrae. Hay un señor, que no es punki ni chino, pulsando los botones de una máquina tragaperras. Hace saltar las luces, pero solo las luces, no se oye el coro de la gloria. Pobre. No parece ser amigo de la suerte. Él introduce las monedas, y pulsa, y vuelve, otra moneda, y pulsa otra vez. Sigo tragando cerveza. La niña sigue tarareando canciones. De pronto, hay más chinos, y más punkis, y por fin suena la máquina, y las luces… Retiro lo dicho; la suerte hace las paces.
Hay alguien más. Todavía no se ha movido. Un hombre arrugado sigue en la barra. Está solo. Me recuerda a mí del mismo modo que me repugna. Bebemos lo mismo. Puta casualidad. Yo también estoy solo. Por eso me aparto, no quiero que nos confundan. Me separo de mí mismo mientras un hombre sigue concentrado en las noticias de la tele. Me traslado a la mesa más oculta del escenario. Prácticamente entre bastidores.
Solo.
El señor de la máquina recoge su botín y desaparece con los bolsillos llenos de campanas. Entran más punkis, otros se van. (Saben bien a qué me refiero, no me hagan precisar etiquetas).
Bebo. Algo me inquieta, algo como un escarabajo gordo que revolotea torpemente en mis tripas. Ya sé: es una promesa incumplida. Pero no me culpen a mí. Culpen a la realidad, ella sola está aplastando a la ficción. ¿Cómo escribir un cuento en medio de Saturno?
O quizá sea el alcohol.
Me apetece hablar. Quisiera entablar una conversación.
Ahí van mis opciones:
Por un lado está la niña, que sigue cantando con su tierna vocecita, ajena al resto del planeta. Nadie en el mundo tendrá nunca el valor de interrumpirla. Tras la barra está su madre, o no, que habla más bien chino y está ocupadísima. Luego están los punkis, que debaten acaloradamente sobre su intelectualidad incomprendida, sobre la constelación boreal de Perseo, y sobre más cosas que no logro entender.
Solo queda un hombre solo, mi otro yo.
Como diría mi gran amigo J: “Ni de coña”. No imagino peor castigo que una conversación con mi yo decadente; mi yo perdedor. Hay que tener estómago para tal intercambio de miserias. Yo, no, lo tengo. Nunca he sido de hablar con espejos. Mejor sigue mirando, que parece que mañana tal vez quizás acaso pueda llover.
Pienso que ha llegado la hora de largarse de aquí. Una cerveza más y cruzaré la línea roja. Cierto: mi cuento, ¿dónde está? Podría empezar diciendo que: había una vez, atrapado en un lugar de cuyo nombre no puedo olvidarme, un hombre solitario que se buscaba a sí mismo por los lugares más pintoresco del aquelarre. Un lugar de fauna descatalogada, un lugar de vencimiento negociado, un lugar, en el que encajaba mejor de lo que nunca hubiese pretendido.