Todo sucedió en el instante casi insignificante en que la cinta mecánica de la caja del supermercado zozobró brevemente. El viejo y sucio mecanismo se detuvo finalmente, haciendo tintinear la botella de lambrusco, agitando con un soplo invisible las hojas de un frondoso ramo de perejil. Los ingredientes de aquella cena improvisada quedaron en secreta reunión, conociéndose tras haber pasado largos días en estantes remotos. Fue entonces cuando levanté la vista y la vida se mostró al otro lado de la puerta de cristal, un párpado silencioso y transparente que se abría y se cerraba ante la menor sospecha de un movimiento humano.
Sin embargo, cuando ella –que en otros relatos fuiste «tú» y sólo «tú»– se puso a tiro del párpado que separaba los dos mundos, el mío, contigo frente a la caja registradora, –que hasta hace poco encarnabas el papel de «ella» y ahora devorabas el «tú»– y el exterior, el de la calle soleada, nada sucedió. Mi cuerpo se contrajo asustado. Nadie se hubiera sorprendido de verla entrar en su supermercado habitual –que un día fue el «nuestro»–, pero las puertas me protegieron piadosas de una mota afilada que de haber penetrado en mis ojos hubiera causado estragos incalculables. Así que permanecieron selladas y la dejaron pasar de largo. Ella se perdió en el suspiro que reprimí. No sé si en aquel momento estaba agarrado a tu cintura, pero sí puedo afirmar que en mi mente enrosqué el brazo alrededor de ti, buscando un apoyo cálido.
Pagaste tú esta vez. No me molesté en fingir la falsa indignación del que es invitado, ya que contigo todo seguía un ritmo armonioso, un plan deliciosamente tejido. Lo que ahora invertías en pasta y helados lo recogerías con creces más adelante en forma de baladas y besos mucho más románticos e italianos. No recuerdo bien lo que pasó a continuación. Reconozco el aturdimiento de haberla visto, aunque fuera de esa forma tan efímera y desdibujada. Probablemente te besaría, pues apenas podía pensar en otra cosa durante todo el día.
Un poco más calmado, siempre muy cerca de ti, como una planta que busca la sombra fresca de su muro de piedra favorito, cargué con la bolsa. Con los pies en la acera, al otro lado, en el universo paralelo, miré todavía una vez más a mi espalda. Ella había desaparecido por completo, dejando eso sí un regusto incómodo en el pecho, una suerte de recuerdo caníbal en una tarde tan común por la sencillez de su transcurso como extraordinaria por lo especial que la estabas haciendo. La pureza que habíamos levantado en tan pocas horas ahuyentó cualquier atisbo de inquietud y extrañeza.
Pospuse para otro momento la confrontación sutil entre el pasado y su espesa estela y el presente impregnado de futuro. Anoté las sensaciones más crudas de aquella visión y almacené los garabatos descuidados en algún rincón del cerebro, sabiendo que sabría dar con ellos cuando contara con el tiempo necesario para desmarañarlos y no hacerme daño en el proceso.
No volví a reparar en «ella» porque ahí estabas para adueñarte del «tú». La noche borró las últimas huellas de la tarde, dejando incisiones mucho más profundas, las mismas que mis dientes quisieron inmortalizar en tu cuerpo embrujado de madrugada. Te llené de mí, tú me bebiste, nos devoramos.
Ahora que rememoro el encuentro que nunca fue en la cola del supermercado, poniendo en la balanza los dos mundos que por un segundo parecieron colisionar separados únicamente por una débil lámina de cristal, lo tengo muy claro: la vida me sorprendió en el bando adecuado, en lugar donde quería estar, junto a ti, en la caja registradora. Ojalá te cogiera de la cintura realmente; no haberlo hecho sería lo único que podría reprocharme.