Aquella noche fue Halloween y había bebido Bitter Kas caliente y chupitos de whisky barato. Iba con una peluca rubia y una camisa de lino abierta por encima de una camiseta blanca deshilachada. También llevaba unos vaqueros azules rotos por las rodillas y unas Vans rojas muy desgastadas. Nadie reconoció mi disfraz de Kurt Cobain. Me enfadé con todos y empecé a andar de vuelta hacia casa.
Estaba a punto de sacar las llaves de mi portal cuando una mujer salió del bar de la acera de enfrente.
—Ey, amigo. ¿De qué vas disfrazado? —me preguntó.
—De Kurt Cobain —le dije.
—¿De qué?
—De Kurt Cobain —repetí—. De Nirvana.
La mujer sacó un cigarrillo y se lo encendió. Parecía muy atractiva. Llevaba puesto un vestido rojo y un moño falso de color negro y tonos dorados. Tenía la línea del ojo muy marcada y un piercing muy cerca de unos labios gruesos y carnosos.
—No te pareces demasiado —me dijo—. Aunque podrías dar el pego.
—¿Y tú de qué vas? —le pregunté.
—Soy Amy —me dijo—. Amy Winehouse.
—Te ha quedado bien —le dije.
Ella se quedó en silencio. Estaba apoyada contra la puerta y me miraba con los brazos cruzados y el cigarro entre los dedos.
—¿Te apetece pasar? —me dijo.
—¿Es una fiesta? —le pregunté.
—Sí. Una fiesta privada.
—No tengo dinero
—Es todo gratis —me respondió.
—Además —dije—. Estoy un poco cansado.
—¿Estás seguro? Hay cocaína y Bitter Kas.
—¿Bitter?
—Ahá.
—¿Gratis?
—Al Bitter invito yo —me dijo—. La cocaína es gratis.
Me acerqué y miré de reojo por el hueco de la puerta. Salía mucho calor y el volumen de la música estaba muy alto.
—De acuerdo, Amy —le dije—. Me tomaré un Bitter.
—Tú primero Kurt.
Era un bar pequeño. A la derecha estaba la sala de baile. Había una bola de disco enganchada en el techo y azafatas desnudas y en tacones que ofrecían bandejas de plata con frutos secos y banderillas de pepinillo. Un par de chavales negros se liaban un porro al lado de una Whitney Houston que defecaba encima de la máquina tragaperras. Un grupo de mujeres se daban el lote cerca de la diana digital, justo al lado de un Joker que esnifaba cocaína en las tetas de una mujer disfrazada de Marilyn Monroe. Un hombre y una mujer tenían sexo sobre la barra al lado de un sacerdote que leía un libro titulado »La Duda».
—Solo son invitados —dijo Amy—. Te presentaré a los anfitriones.
Amy se acercó al grupo de personas que bailaba en el centro de la sala.
—Chicos —les gritó—. Mirad a quién me he encontrado.
Todos se dieron la vuelta para mirarme. Alzaron su vaso de tubo y me dieron la bienvenida. Amy me miró y me dijo con la mano que me acercara. Había un negro vestido de hippie con el pelo a lo afro, un melenas sin camiseta y pantalones de cuero, una mujer con gafas enormes y un tío con el pelo en forma de cazuela.
—Estos son Jim, Jimi, Janis y Brian.
Amy me dijo que esperara un momento, que iba a la barra a por mi refresco de Kas.
—Bonita peluca —me dijo Jimi.
—La tuya tampoco está mal—le respondí.
—¿Unos barbitúricos?—me preguntó.
—Gracias —le dije—. Pero me prometieron un Bitter.
Amy se acercó con mi refresco.
—Está caliente —me dijo—. Aquí los hielos se derriten rápido.
—¿Un ácido, Kurt? —me preguntó Jim.
—La verdad es que prefiero un poco de coca —le dije.
Cogí la bolsita que me ofrecía. Saqué mi tarjeta sanitaria y hundí una esquina en el montón blanco. Me la acerqué a la nariz y aspiré todo lo fuerte que pude.
—Eso es basura, Kurt —dijo Janis—. Me miró con sus gafas redondas y empezó a hurgar en su bolso hasta encontrar una cajita de metal. De su interior sacó una aguja y una bolsita con algo parecido al azúcar moreno.
—Te he dicho que guardes eso —dijo Jim—. Me dan un pánico terrible.
—No dijiste eso en los baños del Rock ‘n’ Roll Circus —le recriminó Jimi.
—Joder —dijo Jim—. Al menos que se vaya al lavabo.
Janis se alejó del grupo en dirección a los baños. Pasó al lado del Joker, que la empujó mientras bailaba.
—Mierda, Heath —le gritó—. A ver cuando te vas a dormir.
Janis abrió la puerta del baño. De su interior salió una columna de humo negro y un resplandor rojo muy intenso. Se giró, levantó los brazos y mientras la puerta se cerraba nos gritó.
—¡Os veo en el Pacífico!
Amy se giró haciendo una mueca de incomprensión. Sostenía con los brazos cruzados su vaso de cubata de tubo.
—Deja que disfrute —le dijo Brian—. No volveremos hasta el año que viene.
—¿Hasta el año que viene? —pregunté.
—Sí —dijo—. Solo una vez al año.
—Vamos, hombre —dijo Jimi—. La penúltima y a casa.
Brian sacó una bolsa de cristales de color ámbar. Zambulló su dedo índice en saliva y arrebañó el interior como si fueran PetaZetas. Después se lo introdujo en la boca.
—Ahora me largo —dijo—. Tengo que limpiar la piscina.
—Intenta no ahogarte esta vez —dijo Jimi.
—Encantado de conocerte —Brian me dio la mano y se alejó caminando hacia los baños. Abrió la puerta y la sostuvo un momento justo antes de que se cerrase.
—Recordad, chicos —dijo—. No me juzguéis con demasiada severidad.
La puerta se cerró y el resplandor rojo se quedó tras ella.
—Por una vez no ha sido el primero en irse —dijo Jim.
—Por cierto —le dijo Amy—. ¿No habías quedado con Pamela?
—Lo hemos dejado.
—¿Y eso?
—Digamos que me rompí el corazón por ella.
—Se llama insuficiencia cardiaca y fue por la farlopa —dijo Jimi.
—Yo al menos no me asfixié con mi vómito.
—Eso no es cierto —dijo Jimi—. Lo desmintieron en Autopsias de Hollywood.
—Vamos chicos —dijo Amy—. ¿Es esta la imagen que queremos dar a nuestro invitado?
Me fijé de nuevo en la gente. El sacerdote había dejado de leer y ahora se la chupaba a uno de los dos chicos negros. La chica vestida de Whitney se besaba con Marilyn y el Joker se masturbaba sentado encima de la tragaperras.
—Vaya —dije—. He terminado mi Bitter.
—Te traeré otro —dijo Amy.
—Debería irme a casa —dije.
—¿Ya? —dijo Jim—. Te vas a perder a Carradine y su numerito del armario.
—Además —dijo Jimi—. Tú molas más. El otro está siempre hablando de Courtney.
—Vamos chicos —dijo Amy—. Él se levanta mañana. Nosotros el año que viene.
Me despedí de Jim y de Jimi. Amy me acompañó hasta la puerta y salimos al exterior. Me fijé en el cielo. Todavía era de noche pero no había ninguna estrella.
—La mayoría estamos aquí abajo —dijo Amy—. Otros han tenido que subir.
—Gracias por el Bitter —dije.
—A ti por hacer de él —dijo—. Todavía sigue triste.
Solo nos dijimos adiós con palabras.
A la mañana siguiente pasé por la puerta de aquel bar. Estaba cerrado y había un cartel de Se vende. Miré hacia arriba y vi el rótulo viejo y desgastado.
Se llamaba Club de los 27.