Ellas nunca mienten

Yo estaba sentado en la parte de atrás, apoyando mi cabeza contra el hombro del tipo al que le faltaba un ojo, con las pastillas de éxtasis acurrucadas bajo mis calcetines de lana.

Eran las tres de la tarde, y aunque hacía calor la lluvia golpeaba fría contra parabrisas del coche. En el sureste a veces hay tormentas de verano, y son acojonantes porque yo he visto, o me han contado, ya no me acuerdo demasiado, que los pueblos valencianos quedan sumergidos bajo el agua torrencial y todo se llena de barro.

El caso es que yo estaba medio adormilado bajo los efectos del limoncello, que me había bebido casi una botella entera en aquella gasolinera en la que un tipo con gorra y mandil vaquero me dijo, cuidado, no te la bebas entera. Pero yo ni caso. El coche lo llevaba un tío con corbata, una especie de oficinista que estaba harto de su vida y de la nuestra. No nos lo dijo, pero yo lo intuí en su mirada triste y lagrimosa que se fundía con las gotas de lluvia que estallaban contra el cristal delantero. A su lado había una mujer de rastas rubias con los dedos manchados de algo así como grasa de pollo. Parecía contenta, y aunque no tuviera un destino al que aferrarse (ninguno de nosotros lo teníamos, así que no podía culparla), a veces nos echaba las cartas en las colas que se formaban en los peajes.

—Recuperarás algo perdido —decía la tipa mirando fijamente una carta con una figura gris luminiscente.

—Tengo todo lo que necesito —le susurré en el oído al tuerto, aunque mis palabras iban dirigidas hacia ella.

—¿Qué? —dijo el hombre sin un ojo.

—¿Cuál? —preguntó la mujer rastafari.

Aquella fue de las únicas veces que sentí que me escuchaban dos personas al mismo tiempo.

—Digo que ya tengo todo lo que quiero —dije irguiéndome y señalándola con mi dedo índice—. Todo el maldito rato prediciendo el futuro —decía yo haciendo círculos con las manos abiertas y moviendo la cabeza de un lado a otro.

—No me invento nada —dijo ella arrugando el morro de color fucsia—. Lo dicen las cartas y ellas nunca mienten.

—Parad ya —dijo el conductor con pinta de oficinista—. Necesito concentrarme.

—No lo digo yo —dijo ella sin demasiada convicción—. Lo dicen las cartas y ellas nunca…

—Sí, sí, sí, sí. —decía yo tapándome las orejas —Ya, ya, ya, ya. —Ellas nunca mienten, ellas nunca mienten.

Ellas nunca mienten, pensé, pero ella sí mentía y me ocuparía de ella más tarde.

Despegamos a los pocos minutos, después de un atasco infernal en el que la lluvia formaba una losa escurridiza sobre la calzada. La vidente rubia y el oficinista ya estaban en el coche cuando me recogieron en la gasolinera. El hombre sin ojo apareció después pero yo no me di cuenta de cuándo entró en el coche. Eso fue lo primero que me hizo sospechar.

Aquella era la primera vez que hacía de autoestopista. El autobús me dejó tirado en la gasolinera porque yo no me aguantaba y tuve que cagar entre los neumáticos de un camión cisterna. Como no tenía papel usé mi mano, y después fui al baño a limpiármela. Observé el retrete y me pregunté por qué, por qué.

Cuando salí ya no había autobuses. Había perdido la maleta pero no me preocupé porque lo importante estaba conmigo. Me quedaban quinientas pesetas en monedas de veinticinco y cincuenta, en el bolsillo monedero de mis bermudas, y un montón de pastillas escondidas donde ya os he contado. Compré la botella, bebí mucho y levanté el dedo gordo lo más cerca posible de la carretera de servicio. Al poco rato, me recogieron mis nuevos amigos.

Continuábamos por la autopista, ya en dirección a Les Marines, Denia, un pueblo costero que vimos dibujado en uno de los carteles del camino y que nos gustó a todos. La lluvia caía y caía y caía y su tamborileo contra la carrocería me ponía nervioso, así que rescaté una de mis pastillas y me la tragué. Al rato noté que el coche frenaba bruscamente y yo me estampé contra la parte trasera del asiento del conductor oficinista. Yo volví en mí y cuando miré adelante me di cuenta del ovni. Estaba ahí aparcado en medio de la calzada. No pasaba ningún otro coche.

Una puerta metálica se abrió y una rampa surgió de su interior como en aquella película de los alienígenas que hacían bla, bla, bla, bla. Una figura grisácea pero luminiscente bajó y empezó a acercarse hacia nosotros. Ninguno movía ni un músculo y yo pensé que el extraterrestre los había jodido con algún tipo de rayo mental. ¿Por qué a mí no?

Yo empecé a darle vueltas a la manivela de mi puerta y abrí la ventanilla. El ser de luz llevaba mi maleta y me dijo que si quería volver con él a la nave (aunque ahora que me acuerdo no dijo nave pero sí volver).

—Lo siento —dije contento de que me hubiese elegido—. Me caen bien mis nuevos amigos.

—De acuerdo, señor —dijo el extraterrestre.

Se volvió a subir a la nave y desapareció entre las nubes que se parecían a enormes cerebros grises. Mis amigos nuevos volvieron en sí y de repente me vi yendo a gran velocidad por la carretera, como si nada hubiera pasado.

Cuando abrí la maleta estaba vacía y el hombre tuerto me guiñó el ojo chungo. Aquella fue la segunda cosa que me hizo sospechar. Aquel coche estaba lleno de mentirosos y yo necesito culpables.

Dejó de llover y paramos en otra gasolinera cercana a la playa para repostar. El calor húmedo se me pegaba a la piel y el sudor se resbalaba por mi espalda. Bajé del coche para estirar las piernas y miré a lo lejos. El mar estaba pintado en el horizonte y miré al cielo azul y al sol que brillaba en medio de la cúpula celeste, obsequiándonos con sus rayos calientes. Olía a motor recalentado y a neumático abrasado pero una ráfaga de salinidad me recordó que ya estábamos cerca de nuestro destino (aunque ninguno lo tuviéramos). Me acerqué a la mujer de rastas amarillas y le hice un gesto para que bajara la ventanilla.

—¿Cómo he recuperado mi maleta?

—¿Qué? —dijo ella.

—¿Cuál? —escuché que decía el tuerto, atrás, dormido con un ojo cerrado.

—Eres una mentirosa y tus cartas mienten —le dije con mi sonrisa pilla.

—Ellas nunca mienten —dijo ella, ahora convencida— Ellas…

—Nunca mienten —dije terminando su frase, su mejor frase, sabiendo que las cartas decían la verdad, que el mentiroso era el tuerto y que el interior de mi maleta estaba dentro del hueco de su ojo pocho.

Por Mario Requejo

Qué bonita y qué fea y qué graciosa y qué triste esta canción.
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