Carne de cisne

Se rascaba con vigor la entrepierna, el nabo para ser exacto, en la puerta del estanco. Yo había salido a la calle para comprar algunos repuestos. Tuve que mirar dos veces: Tristepúa en persona. Se había hecho viejo. Uno de los guitarrista más rápidos e influyentes de todo un siglo hastiado de guitarristas lentos e inapetentes, así hablaban los entendidos cuando referían a Tristepúa Pereira. Una leyenda marchita. Apartó su mano de la parte escocida y sacó de su bolsillo un cigarro tan decrépito como él. No fumo, pero a veces guardo un mechero. Tales y similares acontecimientos lo justifican.

¿De verdad eres Tristepúa? Lo era, lo era. Pero ahora prefería que le llamasen Santiago Pereira, me dijo. Humo en mi cara. No se puede dejar de ser Tristepúa así como así, aunque no grabes discos ni des conciertos, aunque te amputen las manos, aunque uses de inodoro el pozo de tu guitarra. Pero él insiste. Al parecer, el éxito no le llenó tanto como le habían hecho creer. Según me confesó, después de atragantarse con una flema que estrelló contra el suelo, no pasó mucho tiempo hasta que volvió a sentirse como siempre se había sentido: estúpido y vacío. Pobre Tristepúa. Trovador de vuelta con ínfulas de dios cocaína. Y fumaba.

No es por la perspectiva, es por el vestido rojo que cruzó por delante de nuestras dioptrías con paso firme. No se detuvo, nos esquivó igual que a dos trozos de una misma deposición equina. Ya era viejo cuando yo era un niño. Dos veces viejo. Eso es mucho. Pero conservaba sus dedos, y ese labio inferior hacia arriba que competía en un sueño frustrado por alcanzar el amarillo de sus ojos. Una cazadora de cuero se dirigía hacia nosotros con intención de aplastarnos. No presentamos batalla. Nos apartamos y le dejamos pasar. Nadie conoce a Tristepúa; qué cosa más triste.

Vivo aquí cerca, le dije. Solo había salido a comprar algunos recambios. En mi casa tengo leche y una guitarra, no fumo, le repetí, pero puedes usar mi mechero, para eso está. Hizo un gesto que todavía hoy no he logrado descifrar y comenzamos a caminar. No podía creerlo: Tristepúa en mi casa. Nos acomodamos en la escasez y él rechazó todas mis atenciones. Solo me dejó encenderle un cigarro. Llámalo impaciencia, llámalo ir al grano, llámalo angustias, pero saqué mi guitarra española y se la ofrecí con anhelos de emborracharme en el hechizo de un maestro centenario. Todo enmudeció como muestra de respeto, hasta los locos de la calle se callaron. Él miraba la guitarra que sus enclenques brazos sostenían bajo la gabardina. La miraba pero no la tocaba, en el sentido de hacerla sonar. Yo esperaba. Cuando la dejó caer el suelo sentí que todo se deshacía como una ilusión de hielo en las arenas templadas de un desierto. La devolví al armario, y al regresar, vi que estaba llorando. Le mentí, le dije que le perdonaba. Entonces me di cuenta: continuamente forzamos al mundo a ser un espejo de nosotros mismos. Es por eso que en los demás solo toleramos nuestros propios errores, porque no podemos evitar vernos reflejados. La disculpa esconde el consentimiento de la reverberación que se proyecta. ¿Me puedo quedar a dormir?, preguntó Tristepúa. Me lo pensé.

Por Manuel Nuño

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