La teoría, todos la conocen: pegar fuerte, saber cubrirse, bailar en el ring. Son palabras que suenan creíbles y hasta heroicas, pero la realidad del boxeo es otra muy distinta. Exige dureza, mucha dureza, sobre todo mental. Y también pobreza. Ningún niño rico quiere aventurarse a recibir una paliza.
Por José Manuel Díez
La teoría está en los libros y va de boca en boca en los gimnasios de medio mundo, pero los grandes combates la desmienten. El boxeo no es solo un deporte sino, sobre todo, una forma de resistencia y dignidad. No hay que olvidar jamás que lo han ennoblecido los marginados, los emigrantes, los malditos, los ladrones de los barrios bajos, los matones del hampa, a ellos les pertenece la sangre del cuadrilátero, el temor y la valentía del cuerpo a cuerpo, la esperanza de cambiar de vida.
La teoría, todos la conocen. Desde el enclenque corredor de apuestas hasta el espantadizo senador de gafas que aplaude en primera fila. Pero la teoría es peligrosa, puede partirle la cara a cualquiera que se la crea demasiado. El secreto y la ventaja del verdadero campeón es conocer lo otro: lo que nadie sabe, lo que la teoría no explica ni podrá explicar nunca. En ese don, peligroso y certero, radica la virtud del mejor boxeo. La teoría, la vacía teoría, todos la conocen, incluso los perdedores.
El primer gran perdedor se llamaba Henry. Inglés de octava generación. Solía entrenarse de madrugada, antes de ir a trabajar a la fábrica. Corría desde las cuatro de la mañana hasta que amanecía por los barrios del sureste de Londres. Su padre le había enseñado a defenderse desde niño. Sus vecinos lo tomaban por loco. Antes de su pelea, Alí dijo de él que era un gran bobo y que no le asustaba, que tomaría aquel combate como un calentamiento. Henry recibió ochenta puntos de sutura en su ceja izquierda aquella noche. Y aunque noqueó a Alí en el cuarto asalto, su entrenador tiró la toalla al ver la intensidad de la hemorragia. Alí siempre le rindió tributo, y después de la pelea, dijo irónicamente que Henry le había pegado tan fuerte que no sólo le había dolido a él sino a todos sus parientes en África. Al final de su carrera, a Henry le otorgaron el distinguido título de Sir en el palacio real de Buckingham.
El segundo gran perdedor se llamaba Sonny. Desde muy joven había estado entrando y saliendo de distintas prisiones, donde tuvo tiempo de preparar su cuerpo y su mente para el sufrimiento. Alí dijo de él, antes de su primer combate, que era demasiado feo para llegar a ser campeón del mundo y que le haría picadillo por el simple hecho de que el boxeo se merecía un campeón más apuesto. La pelea fue dura y prolongada. Los periódicos de la época la describieron como un choque de tanques blindados. Alí ganó por abandono de Sonny en el séptimo asalto, que alegó una lesión en su hombro izquierdo. Sus allegados aseguraron que aquella fue la noche de la iluminación personal de Alí. Pocos días después, se convirtió al islam, cambió su nombre y aseguró hablar con dios cuando le venía en ganas. Habría un segundo combate entre ellos, en el que Sonny siempre declaró haberse dejado ganar por dinero.
El tercer gran perdedor se llamaba George. Canadiense, hijo de emigrantes croatas. Su madre desplumaba gallinas por medio centavo. Debía desplumar doscientas gallinas para ganar un solo dólar. Su padre desollaba vacas y ovejas en un matadero local; lo hizo durante más de cuarenta años con un brazo roto. George vio morir a tres de sus cinco hijos por adicción a la heroína. Su esposa se suicidó tras la muerte del segundo. George estuvo mes y medio sin salir de la cama. Alí dijo de él, antes del combate, que peleaba como una lavandera, con un estilo alocado de mujer; a lo que George respondió, sin mediar palabra, disfrazándose de lavandera el día de los pesajes y lanzando puños al aire con ademán femenino. Después del combate, Alí dijo que era la pelea más dura que había tenido hasta entonces. Del ring lo llevaron al hospital con una hemorragia interna en los riñones.
El cuarto gran perdedor se llamaba Joe. Criado en Laurel Bay, vivió desde muy pequeño la exclusión racial, por lo que decidió probar suerte en Nueva York, donde sobrevivió un tiempo como ladrón de coches. Desde allí huyó a Philadelphia, ciudad en la que empezó a entrenar. Fue la primera persona que derrotó a Alí, por puntos. Aquel combate está considerado como uno de los mejores de todos los tiempos. Incluso la guerra de Vietnam se detuvo durante hora y media para que los soldados americanos pudieran visionarlo. Joe declaró días después que estaba dispuesto a morir esa noche en el ring. Antes del combate, Alí dijo de Joe que no sabía pelear y se burló de su forma de hablar, de sus orejas y de su nariz, comparándolo con un gorila. Alí solía autodefinirse como invencible. Después de perder contra Joe se empezó a definir como el primer hombre negro al que no le derrotaba ningún hombre blanco, y describió la pelea como lo más cerca que había estado de la muerte.
Muhammad Alí y Sonny Liston en la mítica fotografía de Neil Leiter (SI).
El quinto gran perdedor se llamaba Ron. En casa eran diecinueve hermanos, por lo que tuvo una infancia muy pobre. La muerte de uno de sus hermanos en la guerra de Vietnam le marcó profundamente, más aún porque al recibir la noticia su madre quedó afectada psicológicamente para siempre. La primera vez que pisó un cuadrilátero fue en Canon City, la prisión estatal de Colorado, donde estuvo encarcelado más de siete años acusado de un homicidio en segundo grado que siempre aceptó haber cometido. Su alimento en la cárcel consistía en un tazón de espinacas cada doce horas y una comida sólida cada tres días, sin embargo lograba hacer mil flexiones en una hora siete días a la semana. Durante una disputa fue acuchillado. Recibió 36 transfusiones de sangre, sufrió dos muertes clínicas en la mesa de operaciones, pero sobrevivió. Salió de la cárcel y cambió radicalmente de vida. Se inició en el boxeo profesional como esparrin de Alí durante más de cuatro años. Antes de su combate, Alí le dijo que si soñaba con ganarle, se despertara y pidiera perdón públicamente. Ron le respondió con una frase que terminaría siendo mítica: En el boxeo no gana el más fuerte sino el más paciente.
El sexto gran perdedor se llamaba Ken. Antes de su combate con Alí estaba en la ruina, su esposa lo abandonó por mujeriego y entró en una profunda depresión, sin poder ni siquiera ganar lo mínimo para alimentar a su hijo. Alí le llamó bobo y, después de perder, aseguró que no se tomó en serio su combate contra él. Ken le rompió la mandíbula en el segundo asalto, Alí peleó hasta el final, más de diez asaltos, con la mandíbula rota. Ken fue la segunda persona que logró vencer a Alí, también por puntos. Días después de retirarse, tuvo un accidente de coche que le partió el cráneo, quedando paralizado por más tres años en una cama, sin poder hablar ni caminar ni recordar nada. Alí fue varias veces a visitarlo al hospital. Cuando Ken recobró la salud y la memoria, afirmó que combatir contra Alí salvó su vida y la de su hijo.
El séptimo gran perdedor se llamaba Earnie. Se crió en un pueblo de Alabama, de donde tuvo que huir con su familia en dirección a Ohio porque a su padre lo amenazó de muerte el Ku Klux Klan al no pagar una deuda que había contraído con un hombre blanco. En su juventud vivió entre sicarios, pero el boxeo le alejó de ese modo de vida. Se decía de él que no tenía manos sino martillos. Con razón está considerado como uno de los mejores pegadores de todos los tiempos. Antes de su combate contra Alí, Earnie había noqueado a diecinueve de sus rivales en el primer asalto, pero no pudo con el campeón.
El octavo gran perdedor se llamaba Ernie. Creció en Mississippi, en un barrio muy pobre. Se interesó por el boxeo al escuchar por la radio que Joe Louis, un negro, era el campeón del mundo, ya que ningún negro había ganado nunca antes en ningún deporte. La primera vez que se puso unos guantes de boxeo fue en Chicago, en el mismo gimnasio que entrenaban Rocky Marciano y Jersey Joe Walcott. Dos días antes de su combate con Alí, escribió y cantó una canción ridiculizándolo. Alí se enfureció mucho porque Ernie lo llamaba por su nombre de pila en la canción, Cassius Clay, y él lo insultaba públicamente llamándolo a su vez ‘Tío Tom’. Ernie siempre defendió que Alí lo venció ilegalmente, habiéndole llevado contra las cuerdas y metiéndole el pulpejo de su guante en el ojo izquierdo. Alí le preguntó más de diez veces, en pleno combate, cuál era su nombre, pero Ernie, soportando golpes e insultos, nunca respondió. Su intención siempre fue conseguir un segundo combate limpio, pero Alí jamás se lo concedió.
El noveno gran perdedor se llamaba George. Criado en los bajos fondos de Houston, había sido ladrón y atracador en su juventud. Antes de pelear con Alí, George había noqueado a Joe y a Ken, las únicas personas que hasta entonces habían vencido al propio Alí. Su primer combate, en Zaire, es otro de esos tres o cuatro combates mejores de todos los tiempos. La gente gritaba “¡Alí, bomaye!”, que significa “¡Alí, mátalo!”. Georges era más joven y más fuerte, pero no tan inteligente. Alí dejó que Georges le pegara hasta que se quedó sin fuerzas y, en el octavo asalto, con una combinación perfecta de ganchos, lo noqueó por K.O. Esta estrategia, tan arriesgada y valiente, nunca se había visto antes sobre un ring.
El décimo gran perdedor se llamaba Leon. Hijo mayor de tres hermanos, vivían con su madre en una casa subvencionada y desde pequeño recibía palizas de los mayores del barrio. Empezó a boxear muy joven para librarse de esos niños. Con 16 años ya era campeón estatal de su categoría. Antes del combate, las apuestas estaban 8 a 1 a favor de Alí. Después del combate, Alí reconoció que ya no era el boxeador de siempre. Leon declaró días después: “Cuando sonó la campana del último asalto no sabía si había ganado o perdido, pero estaba seguro de que permanecía en pie”. Ganó por puntos, convirtiéndose en el tercer hombre que derrotaba a Alí. Alí declaró ante los medios que la victoria de Leon había sido merecida. Poco tiempo después, Leon fue arrestado en las Bahamas por cargos de tenencia de cocaína. Siempre negó que la droga fuera suya. Al salir de la cárcel, volvió a combatir contra Alí. Antes del combate, Alí declaró que volvería a ser campeón del mundo por tercera vez. Y cumplió con su palabra.
El último gran perdedor se llamaba Larry. Desde niño trabajó como limpiabotas y como ayudante en un túnel de lavado de coches. En su juventud, fue consumidor y traficante de marihuana, hasta que empezó a boxear como esparrin de Alí. Alí dijo antes del combate que aunque Larry fuera siete años más joven, iba a destrozarlo. Le llamó hijo de perra y cabrón. Larry declaró: “Si le gano, gano a un anciano; si pierdo, ya no daré jamás la talla. Me han puesto en una situación sin salida”. Pero Larry ganó con facilidad. El segundo entrenador de Alí tiró la toalla después del décimo asalto. Alí ganó ocho millones de dólares por aquella derrota.
Henry Cooper, Sonny Liston, George Chuvalo, Joe Frazier, Ron Lyle, Ken Norton, Earnie Shavers, Ernie Terrell, George Foreman, Leon Spinks y Larry Holmes. Todos ellos, los grandes perdedores, fueron los responsables de que Muhammad Alí sea recordado hoy día como quien es: el mejor boxeador de todos los tiempos. Y es esa dignidad en la derrota, en el fracaso, en el injusto descuido de la historia, lo que los convierte también en campeones.