Cuando empecé a pensar en “desertificación cultural” estaba buscando un término que sirviera para entender cómo la crisis climática afecta a proyectos culturales en contextos rurales, y al mismo tiempo cómo proyectos culturales en ámbitos rurales podían responder a la urgencia del cambio climático. Encontré en la imagen del desierto una figura concreta que nos permitía aproximarnos a una realidad climática y geográfica, y que nos ayuda a reflexionar desde el sur de Europa en relación a otros contextos afines.
Por Jose Iglesias Gª-Arenal
Hablar de desertificación es mucho más que referirnos a páramos secos o dunas de arena. El desierto es una figura arquetípica de la modernidad, el lugar opuesto a la ciudad donde la vida tiene lugar, la frontera que conquistar. En el imaginario anterior a la primera globalización -la conquista colonial de África y América a partir de finales del s. XV-, los barcos no podían seguir hacia el sur más allá de la costa del actual Marruecos, las temperaturas subían hasta limites insoportables y quemaban los cuerpos. La exploración de los desiertos geográficos desde Europa es la superación de la frontera moderna, la expansión imperial. No es posible entender las metrópolis sin su opuesto, el desierto, tanto como construcción simbólica como en un sentido material: es la expansión colonial, la desposesión de tierras de pueblos originarios y el desarrollo de grandes “afueras” lo que permite una acumulación de capital, producción de alimentos y desplazamiento forzado de mano de obra necesario para la construcción y mantenimiento de las ciudades modernas y contemporáneas.
Cuando hablamos de “desertificación cultural” queremos situar la relación entre crisis climática y proyectos culturales en una genealogía de crítica decolonial hacia la modernidad que nos permita entender la desertificación como un proceso histórico. “Desertificación” es un proceso de degradación ecológica en la que un suelo fértil deja de ser “productivo”. A diferencia de “desertización” -que hace referencia al proceso natural que da lugar a los desiertos- la “desertificación” se debe en diferentes grados a la acción humana y se suele dar en zonas dedicadas a la agricultura y la ganadería. Los procesos de desertificación están relacionados con procesos de monocultivo y de agricultura intensiva, y aquí encontramos una metáfora muy potente para hablar de los efectos del neoliberalismo en la producción cultural. La creación de industrias culturales que homogenizan y mercantilizan el tiempo libre crea un paraje donde se utilizan valores empresariales como absolutos y no se favorece una diversidad cultural. Un “monucultivo intensivo” desde grandes productoras acaba provocando un “desierto cultural”, donde otras propuestas se tienen que limitar a ser “minoritarias” o “alternativas”, e instaura la precariedad como normalidad para lxs profesionales de la cultural. Elimina la variedad, la riqueza de un ecosistema cultural enriquecido por la diferencia. Mirar a estos procesos desde contextos rurales abre un doble vínculo donde un entorno culturalmente frágil puede ofrecer alternativas y herramientas para plantear otros horizontes, sin por ello llegar a reforzarse. Una desertificación neoliberal en contexto rurales directamente termina con formas de vida alternativas a la urbana, y esto en la tradición decolonial tiene un nombre: epistemicidio.
“Epistemicidio” es la destrucción de formas de conocimiento. Es una de las consecuencias de los procesos de colonización, de la relación de las metrópolis europeas con el sur global. Esta destrucción de cosmovisiones, de herramientas, de conceptos, de futuros, siempre se realiza bajo la creencia en una visión única del mundo, bajo la imposición de un único modo de vida posible. En su libro La ofensiva sensible, Diego Sztulwark hace una diferencia entre los modos y formas de vida: “los modos de vida serían las maneras posibles de vivir tal y como las ofrece el mercado, listas para su consumo, mientras que las formas de vida supondrían un cuestionamiento de automatismos y liberalidades, y partirían, por tanto, de una cierta incompatibilidad sensible con los imperativos de adecuación respecto de la pluralidad de formas posibles. Del lado de los modos de vida quedaría un supuesto saber vivir; del lado de las formas de vida un no saber vivir, o un incesante aprender” [p. 44]. Lo que reside tras este proyecto de crítica a la “desertificación cultural” en una búsqueda de alternativas a lo neoliberal, yendo lo neoliberal más allá de políticas económicas, entendiéndolo como un modo de vida, como una razón [Christian Laval y Pierre Dardot].
Map of the Sahara Desert after Lewis Carroll, Art & language, 1967.
El modo de vida metropolitano -o “urbano” como analizan Nancy Garín y Antoine Silvestre a través de su proyecto Espectros de lo urbano– se ha impuesto bajo la permanente guerra hacia otros pueblos y procesos de desposesión de bienes materiales e inmateriales. Para justificar una permanente ampliación de la frontera que conquistar se han desarrollado discursos racistas basados en una supuesta objetividad científica, lógicas racionales para explicar el sometimiento de cuerpos y ecosistemas a una producción que extrae valor para acumularlo en el norte global. Se han creado discursos de la distancia, de lo exótico, pues, como nos dice Achille Mbembe, “para hablar de una realidad así, solo podemos hablar de una manera lejana y anecdótica, como si fuera un paréntesis gris o una cavidad invisible donde las cosas están fuera de alcance; donde todo es vacío, desierto y animal, virgen y salvaje; un amasijo de cosas agrupadas en un desorden sorprendente” [Crítica de la razón negra, p.99]. Es en este vacío que se presenta a la espera de ser ordenado, de ser puesto a producir, donde emerge la figura del desierto, la tierra virgen esperando ser dominada. El descubrimiento del desierto es en realidad la creación del desierto; el borrado de unas formas de vida para poner una tierra fuera de la historia, al otro lado de la frontera del progreso, y justificar su conquista y puesta en funcionamiento como lugar de producción. Pues el desierto nunca está vacío, siempre puede ser fuente de riqueza, ya sea para producir bienes materiales o simbólicos.
Monumento al General Roca en Río Gallegos, Patagonia. Fotografía: Jose Iglesias Gª-Arenal, 2019
Uno de los casos concretos donde vemos este proceso de exploración/creación del desierto lo encontramos en la Patagonia, donde a finales del s.XIX la lógica liberal del moderno estado argentino dicta que es necesario realizar una campaña para ocupar el sur y extender las fronteras nacionales. Esta campaña llevo el nombre de Conquista del Desierto para controlar una amplia extensión de tierra que hasta entonces eran los territorios donde vivían pueblos mapuches, pampas, ranqueles o teuhelches. El sometimiento de estos pueblos se hizo bajo el argumento liberal de la necesidad de aprovechar la tierra, la capacidad superior de la empresa nacional militar de sacar provecho económico de la tierra conquistada. Pero para hacerlo era necesario profundizar en el imaginario del desierto, de la tierra vacía, que no da frutos, tierra seca y estéril esperando la mano del hombre que pueda sacarla de la barbarie y trasladarla a la civilización. Es solo uno de los casos más evidentes donde la nomenclatura de “desértico” se utiliza para crearlo, una estrategia no deja de utilizarse. El desierto sigue siendo la frontera del progreso, el plus ultra construido para poder sobrepasarlo. Podemos crear una genealogía que une las incursiones españolas para encontrar el paso hacia las Indias, las guerras imperiales en África en busca de minas de diamantes y esclavos, los bombardeos de EEUU contra civiles en Oriente Medio para exportar democracia e importar combustibles fósiles, o las nuevas técnicas de minería como el fracking para crear un capitalismo verde. En todos los casos existe un binomio entre un poder de destrucción sostenido sobre una racionalidad y una forma de vida pasiva, ignorante, subdesarrollada, que da lugar a tierras desérticas; el afuera de la cosmovisión urbana. En el inconsciente reprimido de la modernidad, el desierto es la prolongación y naturalización del campo de concentración.
Fotograma de Dead Souls, Wang Bing, 2018.
Analizar los procesos de lo que llamamos “desertificación cultural” nos ayuda a desarticular el discurso progresista de la modernidad, que plantea la industrialización como única posibilidad de desarrollo comunitario. Debemos dar la vuelta a lo que históricamente se ha leído como el punto débil para muchas comunidades rurales -la falta de industria y capacidad productiva- y reivindicarlo como un rasgo positivo que nos permite evitar el modelo de la metrópolis, insostenible sin el permanente uso de una violencia racista, clasista y patriarcal que, entre otras cosas, niega la realidad palpable del cambio climático. La crisis climática hace ya varios años que dejó de ser solo una imagen distópica y tiene consecuencias concretas para muchas poblaciones humanas y no-humanas. La respuesta de gran parte de las élites económicas globales no es cuestionar el modelo de producción capitalista, sino adaptarlo para hacerlo más eficiente y crear nuevos nichos de mercado. Nuevas técnicas de minería se están implantando para reabrir yacimientos en busca de materias que hace unos años casi no tenían valor, pero que, ante el crecimiento de las economías digitales y la necesidad de energías eléctricas para sustituir combustibles fósiles, se han vuelto fundamentales en el ideal de un crecimiento constante. Es lo que estamos viendo en Extremadura, donde actualmente hay varios procesos de exploración para desarrollar minas a cielo abierto para la extracción de litio y otros materiales claves del “capitalismo verde” [Proyectan 230 minas en Extremadura y la gente se organiza para decir no // La industria minera pone sus ojos en el subsuelo cacereño].
Imagen del manga BLAME!, Tsutomu Nihei, 1998-2003.
El desierto es una figura clave para el desarrollo de la minería; es necesario designar zonas como “deshabitadas” -afueras de la civilización- para relativizar los efectos nocivos de la industria minera y de la creación de “zonas de sacrificio”. Deberíamos plantearnos si el deterioro de las vías de comunicación en Extremadura son un error de diseño y una gestión mal llevada, o una estrategia efectiva para despoblar ciertas zonas, concentrar poblaciones y transformar el campo en un conjunto de zonas de explotación (agrícola, ganadera, minera, turística…) con varios pueblos desperdigados transformados en “estaciones de servicios”, ciudades dormitorio a pequeña escala: un proceso de “desruralización”. Es significativo que el pasado febrero se inaugurara en el Guggenheim de Nueva York una gran exposición del arquitecto Rem Koolhaas bajo el título Countryside, The Future (El Campo, El Futuro), donde plantea que los más avanzados desarrollos tecnológicos y arquitectónicos se están llevando a cabo en “el campo” -que define como “lo que no es la ciudad”-. En la exposición se muestran las arquitecturas “post-humanas” de los invernaderos hidropónicos, tractores manejados por control remoto o la Gigafábrica 1 de Tesla -una inmensa construcción en el desierto de Nevada para la producción de baterías de coches eléctricos-, pero es notable destacar la ausencia de un discurso que relacione este giro arquitectónico del antropoceno con siglos de expansión colonial.
En la exposición, encuentro profundamente preocupante el subtítulo de “El Futuro”, que, planteando la relación con el campo como una novedad, niega siglos de explotación en beneficio de la metrópolis. La relación de colonialismo (externo o interno) que tiene lo urbano con lo denominado “campo” no es nueva. El futuro del que están hablando es solo el futuro de un mundo, de un modo de vida. Situar el desierto históricamente consiste en desmontar el relato lineal del progreso donde lo desértico aparece como un punto cero. Es necesario buscar narrativas contrahegemónicas para romper esta percepción temporal. Estos relatos necesarios están, por supuesto, en la ficción -siempre hacen falta historias que hagan soñar, que dibujen posibles en nuestra imaginación; creemos nuevos géneros de ciencia-ficción para construir colectivamente tiempos por venir-, pero también están sucediendo ahora. Parte de ser críticos con la modernidad colonial está en no dar por hecho que nuestra mirada es la primera que se topa con algo, dar un paso atrás, entender que las alternativas seguramente ya están sucediendo en otros lugares, cambiar nuestra percepción para poder verlas y darnos cuesta de que quizá no debemos inventarlo todo. En el taller Desertificación cultural hemos invitado a personas que están trabajando en relación con contextos rurales amenazados en diferentes grados por la desertificación. El objetivo es hablar de sus experiencias, partir de casos concretos para buscar problemas y estrategias comunes. Este taller en principio lo habíamos planteado como un encuentro físico, pero debido a la crisis sanitaria hemos decidido darle un formato en línea, que nos permite abrirlo a personas que en un principio no podrían haber participado. La colaboración con Maldita Cultura -como plataforma desde la que ir compartiendo parte de los procesos de la investigación- y con el colectivo Corral ON -con quien elaboraremos una serie de podcast a partir de los talleres- nos permite mantener una relación con el contexto concreto de Los Santos de Maimona y de Extremadura en general. Es importante hacerlo para reivindicar un conocimiento que surja desde nuestro contexto y no ceder ante un proceso ya iniciado de desertificación cultural.
Estas son notas de una investigación en proceso alrededor del concepto “desertificación cultural” de las potencias que se abren desde lo desértico ante la crisis climática y las nuevas formas del neoliberalismo. Parte de la investigación se desarrolla durante cuatro sesiones en el taller en línea homónimo que está organizando la plataforma MAL con la Sala Guirigai, subvencionado por la Fundación Maimona y con la colaboración de Corral ON y Maldita Cultura. Puedes encontrar más información en: www.nosomosmal.com/Desertificacion-cultural