La impronta del escritor mexicano pervive y crece como paradigma de una forma de hacer literatura tan personal como popular. He ahí su compromiso, la búsqueda de la excelencia y singularidad.
Por Pedro Luis Ibáñez Lérida
Envoltorios de signos inquietantes, las obras literarias se reafirman en la impenetrable soledad a la que nos reducen. Con su lectura nos habita un fantasma que vaga por las estancias recónditas e, incluso, nos recuerdan otras que, tras la puerta cerrada y pared con pared, preservan ese lugar innombrable que se edifica en el alma humana y que obviamos por su terrible designio: el deudo con la conciencia y la sensación de inmutable vacío.
Juan Rulfo sopló sobre la tierra como auguró Federico García Lorca, “también se muere el mar”. El polvo de Comala nos obliga a cerrar los ojos y profundizar en la dimensión de la soledad y la muerte. Las ráfagas de viento sondan el epitafio que corona la declamación más sonoramente silenciosa, “El olvido en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro”. Con esa encomienda tomamos rumbo, junto a Juan Preciado, hacia Pedro Páramo. El maleficio está servido. La literatura cabalga espoleada por ese decir narrativo omnisciente del escritor mexicano que, de modo fragmentario, va colmando la agonía que describe hasta el horror en la voz de un muerto. En ese eco el suceso narrativo toma el pulso atemporal de la vigilia. La obra es un gran velatorio de la memoria que rinde cuentas al estatismo mexicano y ese permanente e insatisfecho afán de justicia clandestina ante la enfática hipocresía institucional y presuntamente revolucionaria responsable de la devastación de las zonas rurales.
Apenas 500.000 palabras para crear un universo propio. En sus dos únicas obras, El llano en llamas (1953) compuesto por 17 relatos y Pedro Páramo ( 1955) el que fuera empleado de la compañía de llantas Goodrich Euzkadi y antes archivista de folios de inmigrantes en la Secretaria de Gobernación, disecciona la complejidad del ser humano en su deambular sonámbulo entre realidad y ficción. El escritor de Sayula –ciudad del estado de Jalisco- excava la tierra literaria para encontrar vestigios míticos. En la raíz del contexto sociopolítico hallamos ese intensivo trabajo de indagación y penetración que consuma la búsqueda ancestral del fetiche: el ídolo de piedra con facciones gastadas por el tiempo y la oratoria litúrgica que le confiere poderes sobrenaturales ante las emociones. La autenticidad de los textos sacude nuestra perdición. El desasosiego se instala en el lector. Extraña fuerza ancestral es la que arrastra el ángulo inverosímil de la escritura hasta su conversión en estupefacción, en un primer acercamiento, y fascinación legendaria, en una reflexión posterior, para las futuras generaciones de lectores y escritores. Tan cruel como afectiva. Tan huidiza como próxima. Tan violenta como veraz.
Publicaciones de Juan Rulfo en diversos idiomas.
La fatalidad como peso vital. Existe una dialéctica connatural a la obra narrativa de Juan Rulfo. En ella hay una réplica a los avatares que marcan azarosa y trágicamente el destino. La celebración existencial no es más que una excusa para desterrar cualquier atisbo de esperanza que, a su vez, contrasta con la reserva en que permaneció con la exclusiva publicación de las obras mencionadas en vida. Si bien en 1980 publicó lo que siendo conceptuado como guión cinematográfico – El título El gallo de oro y otros textos para cine, inducía a ello- posee la íntegra fortaleza de quien ejerce su oficio no con sapiencia, más bien con dolor. El dolor retratado por el lenguaje que corta como el brilloso filo de un cuchillo: “La sangre de la cresta comenzó a bajarle a las narices al Dorado y le produjo hoguío. Dionisio Pinzón le limpió la cabeza. Sopló el pico para desahogarlo. Tomó tierra del suelo y la restregó en la cresta de su animal para contener la hemorragia y, lo que no había hecho nunca, comenzó a desentrañarlo arrancándole plumas de la cola para encorajinarlo. Así, cuando sonó el grito de: ¡Suelten sus gallos, señores!, el Dorado, enfurecido, no cayó suavemente en la raya, sino que pareció huir de las manos de Dionisio Pinzón y fue a darse fuerte encontronazo con el Giro, que lo paró en seco con un brinco de medio vuelo, metiéndole las patas por delante. Luego lo trabó del pico. Lo zarandeó; para después, tras unas cuantas fintas y aletazo, trepársele encima, destrozándole la cabeza a picotazos mientras le hundía el puñal de su espolón en la pechuga. El Dorado quedó patas arriba, lanzando navajazos, pero ya en los últimos estertores”.
Lo rural, símbolo de agónica extición. Juan Rulfo regresa a Apulco o a San Gabriel siempre que se lo permiten las circunstancias laborales. Tras el asesinato de su padre –también lo fueron dos de sus tíos- a la edad de seis años y el fallecimiento de su madre cuatro años más tarde, queda en esta última población bajo el amparo de su abuela materna. No obstante las circunstancias económicas de la familia obligan a que, junto a su hermano Severiano, ingrese en el orfanato de Guadalajara. Estos dramáticos sucesos marcan traumáticamente su infancia y pervivirán con amargo dolor tanto en su vida como en su obra. Así lo refiere uno de sus hijos, «Fue en Diles que no me maten donde mi padre abordó, de manera muy suya, este episodio». Juan Carlos, hijo menor, realizó la reconstrucción del homicidio a través de su primer trabajo cinematográfico con el cortometraje Mi abuelo Cheno y otras historias (1995). Busca, entonces, en ese regreso temporal a sus orígenes, la oralidad de los arrieros y otros hombres forjados en las tareas agrícolas y ganaderas, y se adentra en sus historias, donde halla la veta literaria que, más tarde, convertirá en la materia prima de su escritura. En un artículo de Felipe Cobián Rosales, publicado en 1986 en el diario La jornada, su hermano mayor lo refiere de esta manera, “Platicaba él mucho, en las noches, con los rancheros, los mozos, los vaqueros. Con los arrieros que iban o venían de Sayula o Zapotlán, también debió platicar mucho allí. Había mesones, comercios y fondas. Yo llegaba cansado a acostarme y él se quedaba platicando”. Este elemento confluye con la que posteriormente, y al margen de su reducida pero sobresaliente obra, fue la actividad que le garantizo no solo su sustento también la “afasia literaria” que abrazó sin la menor desazón. A partir de la década de los sesenta trabajó en el Instituto Nacional Indigenista hasta su muerte en 1986. Fue director del departamento editorial y la fotografía reveló el fruto de su mirada desasida de lo superfluo y entroncada en el misterio que encierran los paisajes mexicanos y la dignidad de sus habitantes. El rostro pétreo de los edificios se erige como símbolo distante y el humano entronizado y circunspecto en el quehacer cotidiano. Alumbró el silencio y lo convirtió en grito mudo. Nada más alejado de los vericuetos turbulentos y pegajosos de la farándula literaria. Su afán por el conocimiento sobre el mundo fotográfico le llevo a juntar más de 700 volúmenes en la biblioteca personal compuesta por más de 15.000. Más de 6000 negativos –la mitad de ellos poseen temática arquitectónica- aseveran la pasión que cultivó. «Lo que me parece más interesante es que hay una visión muy clara de lo que es su ojo, su manera de ver. Si bien la fotografía es un fragmento, un pedacito de una realidad inalcanzable, lo que estamos viendo en esas imágenes es una manera de pensar y de ver, porque la fotografía tiene una particularidad que no tiene ningún otro arte: porque una cosa es la realidad fotografiada y otra la fotografía en sí». Juan Carlos Rulfo, autor de En el hoyo ganador del premio al Mejor documental en Sundance 2006 y del largometraje en memoria de su padre, Del olvido al no me acuerdo (1996), colige la vertiente artística de éste a ese atraimiento indefinido en la fotografía sin horizonte. O mejor: detenida en el tiempo donde la vida y la muerte –como en su faceta escritora- se entremezclan y confunden para dejarnos inermes y desasistidos. Vencidos por la recia incertidumbre. Noqueados por un gancho de tristeza directo al mentón. Embebidos por los negros y blancos que narran historias en el aire y caen, lozanas e imprevistas, como tormenta de verano. Con la compañía de su cámara Rolleiflex punzó las condiciones sociales de la frontera que separa México y Estados Unidos y retrató la inmensa soledad y desolación de la tierra a la que pertenecía, “Yo soy de una zona donde la conquista española fue demasiado ruda. Los conquistadores ahí no dejaron superviviente”.
Fotografías realizadas por Juan Rulfo.
Magia rescatada de las cenizas y resucitada por la fuerza redentora de la poesía de Juan Rulfo. En el prólogo de la edición polaca de Pedro Páramo de 1966, Sergio Pitol enmarca de esta manera el proceso de iluminación al que nos conduce el verso lívido de su autor: el indio mexicano, equidistante de la civilización, que continúa detentando ese paso trascendente hacia otros lugares donde la mitología, los espectros y los rituales consagran la percepción atávica del mundo que empieza a desaparecer en la bruma del ocaso espiritual. El viaje de Juan Preciado a Comala, en apreciación de Martín Lienhard, es comparable con el viaje de Quetzalcóatl al Mictlan o reino del señor de los muertos, que relata el códice náhuatl de Cuauhtitlan (1558). Ambos buscan a su padre entre los muertos resultando fatídico ese deseo.
No son recuerdos, dijo Pedro Páramo. Solo son imágenes. No conservo en la memoria sino llamaradas que se han quedado asentadas como cimientos, como granos de arena, que solamente se remueven cuando se nos voltea nuestro destino. Este párrafo descartado para la edición original de la obra es una pequeña muestra del inconformismo que interiorizaba su autor. Así, el director de la Fundación Juan Rulfo,
Víctor Jiménez manifiesta que se trata de un rasgo estilístico del que se desprendió, «tiene un carácter ensayístico que siempre evitó en su creación literaria». No es de extrañar que de aquella primera incursión en la novela El hijo del desaliento no exista rastro alguno salvo un capítulo que apareció distanciado en el tiempo como Un pedazo de noche. Tras la frustrada tentativa de publicación del primer capítulo en la revista Romance que dirigía Juan Larrea, “El escritor no desea comunicarse, sino que quiere explicarse a sí mismo. De eso se trataba en esa novela que yo destruí, porque estaba llena de retórica, de ínfulas académicas, sin ningún atractivo más que el esteticado y lo declamatorio, en su lenguaje, del cual me daba exactamente cuenta. Creo que me estaba llenando de retórica por andar en la burocracia. Me estaba empapando de esa manera de tratar las cosas. No era lo propio como yo quería decir las cosas”. Reina Roffé en Juan Rulfo, autobiografía armada recoge este sentir y pensamiento esclarecedor sobre su personal manera de concebir la literatura. En el año 1985 la edición de Cuadernos Hispanoamericanos –cuyo director era en aquel momento Félix Grande-, en sus números 421-423, correspondientes a los meses de Julio-Septiembre, dedica un monográfico al escritor jalisciense. Como pórtico un texto de su autoría, Pedro Páramo, 30 años después, nos descubre algunas claves sobre sí, su proceder y la equidistancia con las expectativas que, infundadas, se planificaron sobre su trayectoria futura, “En mayo de 1954 compré un cuaderno escolar y apunté el primer capítulo de una novela que, durante muchos años, había ido tomando forma en mi cabeza. Sentí, por fin, haber encontrado el tono y la atmósfera tan buscada para el libro que pensé tanto tiempo. Ignoro todavía de dónde salieron las intuiciones a las que debo Pedro Páramo. Fue como si alguien me lo dictara. De pronto, a media calle, se me ocurría una idea y la anotaba en papelitos verdes y azules. Al llegar a casa después de mi trabajo en el departamento de publicidad de la Goodrich, pasaba mis apuntes al cuaderno. Escribía a mano, con pluma fuente Sheaffers y en tinta verde. Dejaba párrafos a la mitad, de manera que pudiera dejar un rescoldo o encontrar el hilo pendiente del pensamiento al día siguiente. En cuatro meses, de abril a agosto de 1954, reuní trescientas páginas. Conforme pasaba a máquina el original, destruía las hojas manuscritas. Llegué a hacer otras tres versiones que consistieron en reducir a la mitad aquellas trescientas páginas. Eliminé toda divagación y las intromisiones del autor. (…) Cuando escribí Pedro Páramo solo pensé en salir de una gran ansiedad. Porque para escribir se sufre en serio”.
Clara Aparicio.
Iban a las estrellas. Veían el cielo entero. Clara Aparicio, la esposa de Juan Rulfo, desvelaba la correspondencia que sostuvo con su esposo entre 1944 y 1950 con la publicación en el año 2000 de Aires de la colina. Cuando se inició él contaba con 27 años y ella apenas 16. En las cartas podemos encontrar indicios de la fuerte presión vital y emocional en la que se encontraba. Su trabajo en Goodrich Euzkadi se convierte en una losa. En carta fechada el 16 de febrero de 1947, refiriéndose a los obreros, “no pueden ver el cielo. Viven sumidos en la sombra, hecha más oscura por el humo. Viven ennegrecidos durante ocho horas, por el día y por la noche, constantemente, como si no existiera el sol ni nubes en el cielo para que ellos las vean, ni aire limpio para que ellos lo sientan. Siempre así e incansablemente, como si sólo hasta el día de su muerte pensaran descansar (…) Te estoy platicando lo que pasa con los obreros en esta fábrica, llena de humo y de olor a hule crudo (…) Quizá no te lo pueda explicar, pero más o menos se trata de que aquí en este mundo extraño el hombre es una máquina y la máquina está considerada como hombre (…)”. Alberto Vital en su obra Noticias de Juan Rulfo: 1784-2003 recoge estas declaraciones, “Cuando escribí Pedro Páramo yo atravesaba un estado de ánimo verdaderamente triste. Me sentía desgastado físicamente como una piedra bajo un torrente, pues llevaba cinco años de trabajar catorce horas diarias, sin descanso, sin domingos ni días feriados. Corriendo como un condenado a lo largo y ancho del país para que la fábrica, por la cual me deslomaba, vendiera más que sus competidoras”. La definitiva escisión de ese mundo vino por el suceso que habla, precisamente, del perfil humano que caracteriza a su autor y el grado de desgaste y explotación que experimentaba. Solicito un cambio de neumáticos a la empresa y fue tachado de despilfarrador, “Hubiera visto usted a estos cabrones, hijos de la industria pesada, ir todos juntos a tallar las llantas para calcular su desgaste. Ya para ese momento yo había tomado una decisión: mandarlos a la chingada”. La relación causa efecto de este periodo con la elaboración de la obra que ha sido traducida a más de 40 idiomas, quizás pudiera entenderse como una compostura anecdótica, pero no es menos cierto que tampoco debe menospreciarse. En una entrevista con el periodista argentino Máximo Simpson –inédita durante 25 años- manifiesta con respecto a la compañía en la que trabajó, “Usted ha de decir que adquirí alguna experiencia o que aprendí mucho. Y no, lo único que aprendí fue a perder la memoria (…); acabé por no conocer a nadie, ni acordarme de cómo eran los pueblos y las ciudades por donde anduve y no tenía a nadie junto a mí para que me los recordara (…): me fui a mi casa para nunca más volver. (…) Esa fue la coyuntura que aproveché para salirme de su infierno sin buscar ninguna otra justificación y así lo hice, aunque ya para entonces no sólo tenía quebrantado el cuerpo, sino adolorida toda el alma (…) Así pues, ése era mi estado de ánimo cuando escribí Pedro Páramo”.
¿Dónde está la fuerza que causa nuestra miseria? En el año 1969 Augusto Monterroso publicó La oveja negra y demás fábulas. “El zorro más sabio” es un cuento incluido en esta obra. Es la historia de un zorro escritor que rehúsa publicar un nuevo libro tras el éxito de los dos primeros. El silencio de Juan Rulfo fue su razón de ser: «En realidad lo que éstos quieren es que yo publique un libro malo; pero como soy el Zorro, no lo voy a hacer». En una entrevista de Eliseo Álvarez a Roberto Bolaño en el año 2005, el autor chileno sentencia: “El silencio de Rulfo no plantea preguntas, es hasta un silencio entrañable, es cotidiano. Después del postre, ¿qué coño vas a comer?”. Durante el curso académico 1987-1988 en la universidad de Minnesota, el historiador Edward P. Thomson, precursor del socialismo humanista, reflexionaba de esta manera, “El mundo está lleno de gente encantadora y meritoria que, por alguna razón, suponen que un escritor es un servidor público sin goce de sueldo. A veces, la mitad o más de mi vida laboral se destina a responder el correo, y la pila de cartas todavía sin respuesta gravita permanentemente sobre mi mente. Una parte de esa correspondencia hace al mantenimiento de una buena relación con un público, pero ese público también puede ser irreflexivamente exigente. La Trampa-22 del asunto es que uno nunca llega a conocer a los corresponsales delicados, precisamente porque tienen demasiado tacto como para inundarte con cartas”.
El rigor ético y estético de Juan Rulfo le llevo a establecer como valor literario la renuncia a la profesionalización del oficio de escritor. Mantuvo a raya el ego intelectual de forma adusta y severa. Su labor, verdaderamente profesional, fue la que le permitió ganarse la vida sin traicionar sus principios literarios. Ello no fue óbice para que ésta, distante del escaparatismo, fuera notable. Su aportación al Instituto Nacional Indigenista se materializó en una de las colecciones más importantes de antropología contemporánea y antigua de México. En la insobornable decisión de sumergirse en el mutismo literario existe, contradictoriamente, la corajuda decisión de apostatar. Esto es, de abandonar la travesía oficialista de la literatura y abundar en el silencio, tal vez el único y auténtico destino de la literatura.