Lorenzo’s (olive) oil
Por Robert Ransley
Contemplaba las nubes tormentosas a las siete de la mañana en una gélida mañana de noviembre delante de la Cooperativa Virgen de la Estrella de Los Santos de Maimona. Esperaba encontrarme con Lorenzo, quien aún recogía la aceituna de manera tradicional tal como lo hacían sus antepasados. Pensaba: “Que no llueva, que no llueva…”
Mi misión era fotografiar a este agricultor santeño para documentar cómo antiguamente se recogía la aceituna para, a posteriori, convertirla en oro líquido, o sea, el aceite de oliva. El día anterior había llamado a Lorenzo para explicarle mi proyecto. Amablemente aceptó mi propuesta y quedamos para la mañana siguiente.
Seguía mirando las nubes y pensando: “Que no llueva, que no llueva, que no…” “¿Tú eres Robert?” Era Lorenzo, un hombre alto y fornido que, al darme la mano, me pareció que si quisiese pulverizar un coco, podría hacerlo.
En quince minutos llegamos al olivar donde empezó a descargar las herramientas, una vara de madera, redes, cestas y un vareador de gasolina, la única herramienta mecanizada. Yo, mientras tanto, miraba boquiabierto la circunferencia del tronco de un olivo centenario, iluminado por las luces de mi coche. El sonido de algo cortando el aire me devolvió a la realidad. Era Lorenzo, apenas discernible en la penumbra del amanecer. Golpeaba intensamente las ramas de un olivo. Corrí para coger mis cámaras mientras el cielo cambiaba lentamente de negro a morado, a naranja con manchas negras y amenazantes… “Que no llueva…”
Me metí debajo del olivo que sufría los repetidos golpes de la vara de Lorenzo. Las aceitunas rebotaban en mi cabeza y cámara mientras hacía foto tras foto con el amanecer de fondo, creando la silueta del hombre que seguía en los pasos de sus antepasados.
Las próximas horas las pasé observando y fotografiando la rutina milenaria. No hablamos, y el único ruido que se escuchaba era el que hacía la vara cuando golpeaba las ramas de los árboles y las aceitunas rebotando en las redes en el suelo. La vara se usó para librar la fruta de las ramas. Después de rodear el árbol con la vara, Lorenzo la soltaba y cogía el vareador mecánico y terminaba de desprender las aceitunas del olivo.
Una vez terminada la faena con un árbol, recogía la red haciendo rodar las aceitunas para que quedaran en un montoncito, y después sacaba a mano tantas hojas como podía.
Libres de casi todas las hojas, las aceitunas se pasaban a mano a una cesta, y de ahí al remolque.
“¿Desde cuándo llevas trabajando en el campo?” le pregunté. Con una sonrisa nostálgica me dijo que recordaba que venía con uno de sus abuelos cuando tenía 4 o 5 años. “En aquellos tiempos no teníamos un tractor, pero sí un burro. En un lado de las alforjas mi abuelo ponía las herramientas y las provisiones y al otro lado iba yo”. Con estilo recogió una red y la llevó a otro árbol.
A través de los años había perfeccionado esta coreografía. En ocasiones parecía que bailaba con la red, o a un pescador sacando la pesca del mar, y a veces me recordaba a un torero con una red como capote lidiando con las aceitunas.
Este ciclo lo repetiría hasta terminar con el olivar llevando después su cosecha a la Cooperativa Virgen de la Estrella para convertirla en oro líquido, el aceite de oliva de Lorenzo. Cansado pero sonriente, Lorenzo daba por terminada la jornada.
Se me olvidaba, nunca llovió.
Los olivos no saben de días buenos o malos. Solo saben que debes ir a ellos.
Lorenzo Guillén Candelario
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