El río de la memoria

Durante más de veinte años, Antonia ‘La Lirina’, extremeña de Olivenza, cruzó el río Guadiana entre su pueblo y la frontera portuguesa. Lo hizo cargada de fardos y mochilas, con paso firme a la fuerza y peligro de su vida, en el invierno y en la solanera del verano, eludiendo con astucia la presencia de guardinhas y carabineros en una época en que todos sufrían miedo, miseria y racionamiento. Antonia era estraperlista. Al principio iba acompañada de su madre, cuando contaba poco más de veinte años. Más adelante sirvió de guía a otras mujeres, curtidas en el hambre como ella, y también se aventuró sola en el río, siempre con la mirada y el paso hacia adelante, tanteando con una estaca a aquel poderoso rival que, a veces, de forma inesperada, se convertía en su refugio. Cuando Eusebio Medina, profesor de Antropología Social de la UNEX, entrevistó hace algunos años a la protagonista ya anciana de esta historia, Antonia contó que a menudo tuvo que permanecer varias horas metida hasta el cuello en las aguas del Guadiana con tal de evadir la vigilancia de la policía portuguesa; cualquier sacrificio valía la pena antes que deshacerse de aquella mercancía -tabaco, café, azúcar- que, como una pared delgada y frágil, separaba la vida de la estraperlista del hambre de sus hijos. Tal vez aquel trasiego de idas y venidas transformó en agua la carne cada vez más recia de Antonia, y toda ella se volvió flexible, irrompible como el propio río. Esta es la historia que nos cuentan Agustín Iglesias, Magda García-Arenal y Cándido Gómez en Amalia y el río, el último montaje de Teatro Guirigai.

Por Charo Osorio

Amalia y el río es la historia de una aventura en su sentido primario, como suceso peligroso y emocionante, terrible y hermoso a la vez, capaz de transformar una vida y todo aquello que la rodea: tras el viaje azaroso sobre un río que nunca está quieto, que todo lo deshace, la aventurera, mil veces golpeada y deformada, trasciende su propio yo y llega a ser algo más completo de lo que era antes. También la obra es un cuento de frontera, con personajes que transitan al margen de la ley y de las convenciones sociales, porque no tienen cabida en el orden estrecho y áspero donde han nacido, ni pueden huir de él. Así, Amalia y sus compañeras de travesía son nómadas sin tregua, parece que la vida nunca las alcanza porque no pueden dejar de moverse. A lo largo de la obra, Magda García-Arenal deambula de un lado a otro de la escena sin detenerse jamás, agarra su bolso nuevo y lo cambia por el viejo, carga una mochila, sujeta un petate, se sienta sobre la vieja maleta del marido muerto… No hay respiro para esta heroína cansada y fuerte, que parece sacada de una película de John Ford. Estoy convencida de que al director norteamericano le hubiera gustado este relato épico, lírico a ratos, nunca triste, siempre palpitante, amasado sobre la dignidad ruda de tantos supervivientes. Con la voz y la figura de Magda García Arenal, la Lirina va sacando, una a una, todas sus cartas: se muestra festiva cuando baila con el recuerdo del marido, dulce cuando piensa en la hija muerta -tan viva aún en la memoria-, amarga ante la violencia de los guardias portugueses, generosa con las otras mujeres y a veces vengativa. Y también socarrona hasta la médula frente a las cobardías, las traiciones diarias y las pequeñas mezquindades. Burlona incluso con su propia existencia y jamás desgraciada, porque la infelicidad es un lujo que rara vez pueden permitirse quienes caminan sobre el filo del azar. Armada con su astucia y su valor, Amalia entra por la mañana en la corriente de un río inconstante, que tanto puede ahogarla como arroparla con su fuerza, sabiendo que la fiereza de la miseria humana es aún mucho más temible. Y aunque cada día puede naufragar, cada tarde, por fortuna, regresa sana y salva a su casa.

Con Amalia y el río, Agustín Iglesias ha escrito, además, un texto lúcido, honrado y lleno de respeto hacia una tierra pobre e históricamente periférica, la frontera entre Extremadura y el Alentejo portugués, regiones ambas donde el feudalismo se mantuvo intacto durante siglos, olvidadas por los poderes públicos, con escasas infraestructuras y precarias actividades económicas. A ambos lados de la Raya, el estraperlo floreció en muchos momentos, y en especial durante los años más duros de la posguerra, perseguido por la ley, pero también a medias amparado por un régimen cuyos políticos y magnates con frecuencia amasaron grandes fortunas gracias a estas prácticas. La obra expresa, por otra parte, la voz de las mujeres en los años del hambre. Con frecuencia imaginamos el estraperlo como profesión eminentemente masculina, si bien eran muchas las mujeres que cruzaban la frontera sorteando la miseria y el peligro, y siempre rodeadas de hombres. Así, en la obra, Cándido Gómez -un actor sólido, de múltiples registros- da con eficacia la réplica a la protagonista; su figura representa la voz de los hombres que Amalia encuentra en su camino, una voz casi siempre antagonista: guardias portugueses que amenazan con multarla o arrebatarle la mercancía, policías españoles que pueden encerrarla o librarla de la cárcel, contrabandistas con quienes establece una relación poco amable en general, comerciantes, barqueros, hombres del régimen y también posibles agresores, violadores. Al son de canciones populares, entre lo violento, lo cómico o lo castizo, la voz del actor va desgranando distintos personajes, cada uno con su propio nervio y color. Y entre él y Amalia se establece entonces un duelo de voluntades que activa el relato y lo hace avanzar con vigor, hasta que la protagonista queda de nuevo sola con su memoria.

El autor y director ha escogido un formato poco cómodo -poco comercial, podríamos decir- pues la obra es, la mayor parte del tiempo, un monólogo en el que Magda García-Arenal lleva el peso de la acción sin apenas mayor ayuda que sus propios recursos interpretativos. Sin embargo, el montaje no pierde nunca la energía. La actriz actúa de forma brillante, conmovedora y también maliciosamente cómica. Me gusta de manera especial el quiebro de la voz de Magda, un pequeño desgarro que da a la protagonista la rudeza y la fuerza de las mujeres pobres de su época. También me gusta cómo se arremanga las faldas, en un gesto típico de mujer de pueblo, poco refinada, dedicada sólo a la supervivencia, pero también llena de vitalidad y transparente como un vaso de agua: la Lirina revive su historia desde los años de su juventud hasta su jubilación en Barcelona, adonde ha emigrado como tantos otros extremeños, para trabajar en empleos que no siempre han sido gratos ni bien remunerados, pero que han permitido que la familia salga adelante. En el final del relato de Amalia no hay triunfo ni épica, tampoco fracaso o desdicha: es una más de las muchas mujeres que han vivido sin tregua, pero sin frustración, abrazando la existencia que les ha tocado en suerte, áspera y a ratos dulce, una vida de la que jamás piensan desertar. Tal vez por eso Amalia habla y habla sin parar, sin pretender demostrar ni justificar nada, como si su voz interior -tan caudalosa en recuerdos- no quisiera callar nunca y sólo ella pudiera silenciarla rompiendo su silencio. El propio río de su memoria la lleva de un lado a otro, hilvanando sus aventuras y dándole sentido a cada uno de sus pasos, al sudor que siempre la acompaña, a cada soplo de aire que respira: menuda mujer la Lirina, con un temple tan firme que podría una meterse con ella en el río segura de salir de allí sin un rasguño. Con este último montaje Teatro Guirigai ha renovado la calidad a la que ya nos tiene acostumbrados y, en mi caso particular, ha conseguido mantenerme pegada a la silla durante más de una hora, indignarme a veces y hacerme reír otras tantas. Amalia y el río es un homenaje al propio acto de respirar, a la vida terrible, innoble y también generosa. Por eso me gusta tanto la obra y, sin duda, por eso me conmueve.

Amalia y el río, la última obra de Teatro Guirigai

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