Al buen entendedor pocos fotogramas le hacen falta para percibir claramente el mensaje cifrado en Dolby Surround y tecnología digital que manda Strange Days desde los créditos de apertura: ‘soy una película de culto’. De culto, sí. ¿Pero qué es una película de culto? Para mi madre, Pretty Woman es una película de culto y veneración que no se pierde en cada una de las cincuenta y seis veces al año que la reponen en la tele. Casi todo el mundo tiene claro que Pretty Woman no es una película de culto, pero ¿qué necesita un largometraje para ser considerado de culto? ¿Ciencia ficción? Puede ser. ¿Ser un fracaso relativo en taquilla pero conservar el beneplácito de cierta crítica o de cierto público? Ese quizás sí sea un punto clave, ¿o no? Lo que sí está claro es que un cult film siempre trata temáticas controvertidas para la sociedad que las concibe -no así para las sociedades futuras-, se aleja de ser un producto meramente comercial y se revitaliza con el paso del tiempo, independientemente de la aceptación inicial de crítica y público. Teniendo en cuenta esto, no hay duda, Strange Days es una película de culto.
Por Bernardo Cruz
Veinte años después de su estreno, Strange Days sigue siendo una gran desconocida para el gran público, a pesar de cosechar buena crítica entre los aficionados a la ciencia-ficción y de presentar una sociedad distópica no muy alejada de la actual. La carrera de Kathryn Bigelow, su directora, sí dejó para siempre los pantanosos terrenos del anonimato al ser galardonada con el Oscar por En tierra hostil (The Hurt Locker, 2009), ganándole la batalla a la multimillonaria Avatar -dirigida por su ex-marido James Cameron, ironías de la vida-. Pero hace veinte años la situación era muy diferente: Kathryn Bigelow era una cineasta emergente que había tenido cierto éxito con su cuarta película, Le llaman Bodhi (Point Break, 1991) -también de culto para los amantes de la acción-, pero que aún carecía del respeto de la industria que ostenta en la actualidad. Precisamente por ello, Cameron como productor de la cinta tuvo un peso importante en la realización de Strange Days, ya que consiguió que uno de los estudios punteros cediera un presupuesto de 42 millones de dólares para un proyecto que se demostró posteriormente un fracaso, al recaudar solamente siete millones. El canadiense también dejó su marca en el guion y en el montaje de la película en la que predomina el mismo concepto que en su Terminator: la dependencia y posterior descontrol de la tecnología creada por el hombre, naturaleza vs progreso tecnológico.
La película comienza al más puro estilo Bigelow, al grano y sin concesiones, metiéndose de lleno en una experiencia pseudovirtual con SQUID, una tecnología que permite vivir como propias las vivencias y recuerdos grabados por otras personas gracias a una malla de sensores cerebrales. Utilizados prácticamente como una droga, los vídeos grabados con SQUID son ilegales pero hay gente que se dedica a producirlos y a traficar con ellos. Y a través de la tecnología y con permiso de ésta, encontramos al protagonista absoluto de la película: Lenny Nero (Ralph Fiennes), un ex-policía traficante y adicto a los vídeos con los que recuerda una y otra vez sus propias vivencias felices con Faith (Juliette Lewis), ex-novia de adecuado nombre a la que Nero nunca deja del todo y por la que siente una obsesión desmedida que le separa de la realidad. La triste existencia de Nero se ve truncada en el último día del milenio por una serie de asesinatos grabados con SQUID -una suerte de películas snuff-, que él enfoca desde su propio prisma paranoico y que intenta resolver con la ayuda de su amiga Mace (Angela Bassett) y de Max (Tom Sizemore), un compañero detective. El ambiente cyberpunk y distópico que envuelve a los personajes desde un comienzo puramente basado en la ciencia-ficción se mantiene durante su viraje hacia terrenos más propios del cine negro, sin dejar atras ese toque romanticón que siempre imponen los estudios hollywoodienses.
Kathryn Bigelow durante el rodaje de Strange Days.
A pesar de un metraje que se alarga más de lo necesario -145 minutos-, la idea sobre la que gravita la película de Bigelow es interesante y se diferencia de muchas películas distópicas en un punto importante: no es un film postapocalíptico ni nos ubica en un futuro muy, muy lejano, sino en 1999. Todo transcurre durante los dos últimos días previos a un cambio de milenio con el que todos sospechan que llegará el fin del mundo. Sin embargo, nos presenta una sociedad degradada, consecuencia de la evolución natural de los problemas de la sociedad actual, con disturbios raciales -la muerte de Rodney King y la posterior ola de protestas influenció inequívocamente en la elaboración del guion-, el aislamiento personal propiciado por las nuevas tecnologías y una corrupción moral instalada en lo más profundo del sistema. En este sentido, en Strange Days se mastica y saborea la influencia del maestro de la ciencia-ficción Philip K. Dick, verdadero padre del género en las últimas décadas con influencia sobre obras maestras como Matrix, Terminator o Donnie Darko y adaptaciones de sus obras convertidas en clásicos como Blade Runner, Desafío Total, Minority Report o A scanner darkly. En la conformación de ese ambiente futurista y de degradación total también influye, y mucho, la genial banda sonora que acompaña a Nero por los bordes de un milenio agonizante. Especialmente dignas de mención son las fulgurantes apariciones en escena de Skunk Anansie y de la propia Juliette Lewis bordando una versión de PJ Harvey, las aportaciones de Deep Forest, Lords of Acid o Peter Gabriel y el excelente montaje sonoro que integran la música en el puzle que es la película de Bigelow.
Strange Days es una película de culto con todas sus letras y con toda la infravaloración que ello conlleva. Por supuesto, hay mejores películas de ciencia-ficción, hay mejores guiones y películas mejor dirigidas, incluso hay mejores bandas sonoras; pero Strange Days no es ni mucho menos el fracaso que supuso su taquilla, reflejo del reflejo de una sociedad que apesta y en la que no queremos reconocernos. Y si eso no nos convence, la mirada perdida de Ralph Fiennes y su Lenny Nero al borde la paranoia ya suponen en sí mismas motivo suficiente para ver la película. Como avisa Max, el problema no es estar paranoico… sino si se está lo bastante paranoico.