En enero de 1893, The Strand Magazine publicó La caja de cartón, uno de los 56 relatos escritos por Arthur Conan Doyle entre 1891 y 1927 que, junto a cuatro novelas que vieron la luz entre 1887 y 1915, componen el llamado ‘canon holmesiano’. En sus primeras líneas, John Watson, el incansable narrador de las aventuras de Sherlock Holmes, relata un curioso episodio que comienza así:
Por Manu Ibáñez
Viendo que Holmes estaba demasiado abstraído para conversar, yo había echado a un lado el insulso periódico y, reclinándome en el sillón, me sumí en profundas meditaciones. De pronto la voz de mi acompañante interrumpió el curso de mis pensamientos:
-Lleva usted razón, Watson. Parece una forma absurda de dirimir una disputa.
-¡De lo más absurda! -exclamé, y, de pronto, comprendiendo que Holmes se había hecho eco del pensamiento más íntimo de mi alma, me incorporé del sillón y le miré perplejo- ¿Cómo es eso, Holmes? -grité- Supera todo cuanto pudiera haber imaginado.
-Tal vez no llegara a expresarlo en palabras, mi querido Watson, pero lo hizo sin duda con las cejas.
Y no sólo con las cejas, sino también con los ojos, tal y como indica poco después el propio Holmes, que añade: “Las facciones le han sido dadas al hombre para poder expresar sus emociones, y las suyas cumplen ese cometido fielmente”. Acto seguido, explica cómo ha logrado seguir el hilo de pensamientos de su amigo tan sólo fijándose en sus gestos. Y Watson, claro, boquiabierto: “Ahora que me lo ha aclarado usted, confieso seguir tan asombrado como antes”, dice.
La escena, en lo que se refiere a la estructura narrativa del relato, cumple una función simple: tan sólo sirve de introducción a la trama. ¿Por qué merece la pena rescatarla entonces? Fundamentalmente, por dos motivos. El primero, que demuestra que a Conan Doyle le influyó de manera decisiva la lectura de la trilogía del Dupin de Edgar Allan Poe para crear y moldear al detective consultor británico, puesto que el episodio no es sino una mera copia, si bien lo dejaremos en necesario homenaje, de lo que se narra en los párrafos iniciales de Los crímenes de la rue Morgue, de 1841, con el propio Chevalier Auguste Dupin y su compañero anónimo como protagonistas -“Recuerde usted que hace algún tiempo le leí el pasaje de uno de los relatos de Poe…”, llega a poner el autor escocés en boca de su excéntrico personaje-; el segundo, que revela el pilar que sostiene el método deductivo de Holmes: la observación. Así queda patente en La aventura del hombre jorobado, publicado también aquel año, pero en julio, y en la misma revista, como de costumbre.
En este relato, cuando Watson, maravillado tras una de las exhibiciones deductivas de su amigo, exclama un cargado de admiración “excelente” -lo de debatir acerca de la presunta zalamería queda reservado a los más chismosos-, el detective consultor, para restarle importancia al asunto, le corrige diciendo: “Elemental” -no el apócrifo “elemental, mi querido tal», sino «elemental”, a secas-, a lo cual añade: “Se trata de uno de esos casos en los que la persona que los plantea puede producir un efecto que parezca extraordinario a su vecino, sólo porque a este último se le ha escapado precisamente ese puntito que es la base de la deducción”. Cualquiera diría que banaliza Holmes aquí su método, que lo reduce prácticamente a la anécdota, aunque su pretensión, realmente, es otra: dejar claro que sus cualidades no son sobrenaturales. “¿Cuál es la diferencia entre tú y yo? Que tú no te has fijado en lo que había que fijarse y yo sí”, parece decirle a Watson. Tan práctico y, a la vez, tan difícil de asumir. Práctico porque no hay nada más sencillo que observar con atención el entorno para encontrar en el menor tiempo posible lo que se busca, difícil de asumir porque todo lo práctico tiende a subestimarse en la misma medida en la que genera desconfianza. ¿O es que cuando resolvemos de forma rápida un rompecabezas no dudamos de que esté bien resuelto? Al enfrentarnos a un problema ansiamos que la solución se encuentre a la altura de las expectativas que su aparente complejidad sugiere, y ello nos hace olvidar que el verdadero quid de la cuestión es hallar la respuesta correcta, no la más alambicada. Sin embargo, esto no justificaba por qué Holmes era prácticamente siempre el que se llevaba la palma a la hora de afrontar tales retos. Para hacerlo, Conan Doyle tampoco recurrió a ningún deus ex machina, sino que se limitó a dotar a su personaje de una agilidad mental envidiable de la que este -y he aquí otra de las claves del asunto- era plenamente consciente. Eso sí, a pesar de lo útil que resultaba dicha cualidad, el detective consultor sólo ponía en juego todo su potencial si se enfrentaba a un desafío de altura. Guy Ritchie utilizó su clásica y vertiginosa sucesión de planos -un recurso propio que, desde Lock & Stock (1998), ha explotado hasta el aburrimiento- para representar la esencia de ese don en sus -libres- adaptaciones cinematográficas de las aventuras de Holmes. Apenas unos segundos de metraje le bastan para mostrar cómo el personaje interpretado por Robert Downey Jr., con orden, con exactitud y, sobre todo, velozmente, analiza el entorno y plantea todas las consecuencias posibles de los movimientos que pretende ejecutar para resolver un enigma o salir airoso de un apuro. No obstante, una vez consumada la acción el espectador comprueba que, en realidad, al personaje le ha llevado aún menos tiempo, poco más de una milésima de segundo, completar ese estudio previo.
Inmerso en esta clase de cavilaciones me encontraba yo -no es mentira- mientras veía, hace ya algunos años, un partido del Real Madrid cuyo alto grado de sosería invitaba al despertar de severos trastornos de déficit de atención. Estaba sentado en mi sitio de siempre en el Francis, un bar menudo y familiar, un refugio, un clásico de los que a Manuel Jabois le preocupa que se estén convirtiendo en estadística -el Francis ya pasó, de hecho, a mejor vida- y en el que vi prácticamente todos los partidos del Madrid desde la 2002-2003 hasta la 2009-2010. El encuentro concreto no lo recuerdo, tampoco el año, pero sí la situación, que durante ese periodo se repitió en innumerables ocasiones. Seguro que tú también te acuerdas. El Madrid caía por un gol y Guti recibía la bola. El catorce intentaba una frivolidad, perdía la posesión y se mostraba indolente a la hora de recuperarla. En ese momento, los parroquianos le colocaban a aquel chuleta rubio la cara de su jefe, que había dicho que nanai a lo de cobrar las horas extra, o la de su hijo, que no estudiaba todo lo que le hacía falta; de ahí, ya comidos por la rabia, pasaban a pensar en lo de la comida sin sal, que era la que tocaba porque el médico se había puesto serio, o quizás en lo de la de la artritis, que ahora de nuevo venía apretando, para poner en práctica, por último, el nobilísimo arte del insulto tarzanero, haciendo gala en ello de una creatividad digna de envidia. Un minuto después, el esférico volvía a Gutiérrez, pero, en esta ocasión, el final de la jugada era bien distinto.
En esos momentos de desconcierto, de principio de caos, de agravamiento pasajero de la depresión blanca permanente -ya dijo Solari que vive el Madrid en crisis aun siendo campeón de Europa-, Guti, tras dominar el balón, aprovechaba para hacer del rectángulo de juego un mapa de coordenadas, situar en el campo a todos y cada uno de los rivales integrantes de las líneas defensivas, así como a sus compañeros, hallar un hueco entre tanta pierna vigoréxica y calcular la fuerza y el modo de golpeo adecuados para que el esférico atravesara tal resquicio y llegara al ariete de turno, que ya estaba en una posición privilegiada para marcar. Y lo hacía así porque no había nada más práctico que aquello. A conseguir ese alto grado de funcionalidad futbolística contribuían muchos factores, pero, sin duda, la verdadera clave del éxito residía en que todo lo descrito tenía lugar en una fracción de tiempo imperceptible para los demás -jugadores y público-, lo cual provocaba que los detalles que daban forma al método de Guti -el puntito del que hablaba Holmes- pasaran desapercibidos para cualquiera. Jamás el resto de la especie humana va a ser capaz de llegar a imaginar siquiera todo el complejísimo proceso de observación que tenía lugar en el palmo de césped que ocupaba José María Gutiérrez durante la pequeñísima fracción de segundo en la que tenía controlado el balón en tres cuartos. Y, si no podía verse, si no podía analizarse, ¿cómo iba a poder detenerse? Una vez ejecutado el plan y materializado el tanto, las caras rojas por el lanzamiento de improperios y rebuznos varios se volvían efigies boquiabiertas: “Lo que acaba de hacer el rubio este”.
Guti era Sherlock Holmes, no existe otra manera de explicarlo. La naturaleza tuvo que transgredir sus propias leyes y decidir que había que dar vida a la excéntrica, admirada y envidiada invención literaria, pero ejecutó el capricho con mucho tino. Pudo haberle hecho político, cirujano o teniente coronel, pero eligió que naciera futbolista porque, en el mundo del balompié, los genios, como le ocurría a Holmes en la Inglaterra victoriana, son siempre unos rebeldes sin causa, unos eternos incomprendidos. Y también como le ocurría a Holmes, Guti aparecía cuando le apetecía aparecer. Lo hizo ante el Sevilla en una imborrable noche de fútbol dominguero con un taconazo imposible a Zidane, lo repitió un año después ante el equipo de Hispalisnopla -topónimo delnidiano-, en un encuentro de victoria clave para que la inolvidable remontada en la segunda liga de Capello fuera posteriormente un hecho, y lo demostró cuando inventó el tacón de Dios en el área de Riazor ante Aranzubia, la jugada que ha quedado como enseña del fútbol que practicaba.
A pesar de esas cualidades, nunca llegó a asentarse como titular indiscutible, si bien Del Bosque le probó en no se sabe cuántas posiciones para buscarle un hueco en sus onces, y todos los entrenadores que vinieron después, igual que Scotland Yard con Holmes, acabaron tirando de él en algún momento de la temporada para salvar las castañas del fuego. En plena ebullición de la era galáctica, con tanta deslumbrante estrella desfilando por el Bernabéu, el mismísimo Ronaldo Nazario aseguró que Guti no estaba por debajo de ninguna de ellas, y Capello, recién llegado a la casa blanca en el verano de 2006, en una época en la que se hablaba de la presunta solidez defensiva de la que el italiano iba a conseguir dotar al equipo tras los fichajes de Diarra y Emerson, dijo algo así como que iba a tener que inventarse lo que fuera para que Guti encajara en el sistema. Él aguantó el banquillo y las cansinas críticas -incluida la odiosa comparación con Beckham, basada sólo en la coincidencia en el color del tinte- durante quince temporadas y asumió su papel de eterno suplentón –“eterna promesa”, le llamó un burlón Calderón- con madridismo y con paciencia, algo sólo posible -o casi- en otras épocas. Me imagino el primer día de cada una de las pretemporadas en las que un míster nuevo llegaba a Valdebebas, relamiéndose sólo de pensar en el rico abanico de posibilidades tácticas que le ofrecía el plantel de eminencias balompédicas, y se presentaba uno por uno a sus futbolistas. Tras estrechar la mano de Guti, este debía de parafrasear al señor Lobo de Pulp fiction, que también era un tipo práctico: “Hola, soy Jose. Soluciono problemas”.