El rock se está quedando sin voz. Y no en el sentido de que esté convirtiéndose en un subtexto social en declive, fruto de alguna obsolescencia estética. Nada más lejos: el rock está más presente que nunca. Incrustado en la psique occidental y cada vez más, en la oriental y asiática; ha penetrado en todas las dimensiones de nuestra vida, intenta ofrecer respuestas a todos los estados anímicos posibles. No vamos a caer en la premisa reivindicativa de “el rock no es moda”, preconizada en los años ochenta, tanto en España como en Latinoamérica. Vamos, más bien, a explorar aquí las dimensiones afectiva y expresiva de una música que corona el dominio de los géneros musicales contemporáneos. Pero además, nos queremos centrar en el rock instrumental, ya que en esta línea, asistimos a una degeneración significativa del mensaje verbal; de la palabra escrita. No nos parece exagerado aseverar que el rock se está volviendo una expresión artística muda, puramente musical, como así lo demuestra la incuantificable cantidad de bandas de rock instrumental que tenemos hoy en día, en forma de «nueva oleada», tanto en la escena underground, como en top de ventas y festivales. ¿Qué está ocurriendo exactamente? ¿A qué necesidades expresivas responde? Repasaremos nuestra escena nacional en búsqueda del origen y el significado de este boom, que por momentos parece un fenómeno cercano en importancia a la que se le otorga a otros movimientos hermanos, como el rock progresivo o el post-rock.
Por Rubén G. Herrera
Los orígenes de la “música muda”: de la opera al post-rock
La relación entre música y palabra es un asunto transversal en el que estamos obligados a detenernos. Nos vais a perdonar en cuanto entendáis esta excelsitud, pero ya el gran filósofo musical de nuestro tiempo e idioma, Eugenio Trías, en su compendio El canto de las sirenas (2007) elabora un enorme recorrido histórico, empleando el análisis subjetivo, a veces casi religioso, sobre la evolución de la expresión musical, y donde la dicotomía palabra/música es uno de los principales asuntos. Tal es así que, desde las primeras revoluciones sonoras del Renacimiento, con Claudio Monteverdi, ya se plantea como decisivo. El compositor cremonés mantenía una postura que por entonces resultaba vanguardista: «no trasciende esa cuestión relativa a si la palabra debe ser serva o padrone de la música». Decía Trías que Monteverdi, en su aportación al arte Barroco, inauguró un nuevo periodo de la música y en todas las artes, cifrado en el predominio del drama mediante la musicalidad. Con el Orfeo, nace la favola in musica, el drama lírico y la voz narrada, por poética que resultase, entró en detrimento en el arte sonoro. Casi mil páginas después de esta apreciación, y tres siglos después en el tiempo, Trías nos acerca a Iannis Xenakis, el compositor griego padre de esa “arquitectura sinfónica” contemporánea, que conformó el serialismo. De Monteverdi a Xenakis hay tres siglos en los que se toma y retoma esta relación entre palabra (foné) y música (melos) y la progresiva pérdida de la importancia del texto para la expresión del sonido: la abstracción como una línea evolutiva lógica, pues «la mano como complemento a la voz -decía Xenakis- sancionó la primacía de una música subordinada a la letra, al texto cántico».
Trías siempre pretendió situar a la música en el centro mismo de las propuestas filosóficas, ya que en el siglo XX había sido ignorada; no así anteriormente. Para ello, intenta, como tantos musicólogos, situar en una posición avanzada la importancia de entender el lenguaje musical. Incluso se aventuró a preconizar su auge en las filosofías del siglo XXI, junto con el reconocimiento de los pocos autores que la tuvieron seriamente en cuenta (Adorno, Bloch, Severino, Jankelevich o Levi Strauss).
¿Y cómo es posible, todavía hoy, esta filosofía de la música? El principal argumento es que la música es a la vez arte y ciencia; la música consigue recuperar el mito e incrustarlo en la razón; si la música es un discurso de gran relevancia en nuestras sociedades es porque puede plasmar las sensaciones de las personas y culturas en formas no figurativas, las hace abstractas e inmortales.
¿Que por qué hablamos de todo esto aquí? Porque el rock es un estilo musical que, con su ya amplia trayectoria e infinidad de ramificaciones, es un universo cultural muy extendido en todo el planeta. Fusionado con todo tipo de tradiciones, discursos, subtextos, y productos culturales liberadores de “tropos”, de sentidos, es un caldo de cultivo de las filosofías que dominan el mundo actual. Si interiorizamos algunas de las experiencias que nos aporta, nos obliga a generar estas reflexiones, bajo la siempre arriesgada pregunta de si es una osadía continuar la línea que dejaron Trias, Adorno y la Escuela de Frankfurt, o el “sistema musical-filosófico” de Hegel (quien también habló ampliamente sobre la riqueza de la música instrumental), así como una larga tradición de semiótica musical, y aplicarla a fenómenos como el rock instrumental. Parece mentira que esta línea continúe inexplorada, salvo algunos grandes periodistas musicales, que hace ya dos o tres décadas girarían hacia esta necesaria orientación, filosófica, pero sobre todo, vitalista de la música. Toca un poco de historia.
Lester Bangs (izquierda) y Simon Reynolds (derecha).
De Lester Bangs a Simon Reynolds: la resistencia semiótica y el análisis del rock instrumental
Hay muchos nombres en el periodismo musical de la música rock anglosajona: Robert Christgau, Dave Marsh o Greil Marcus, en USA; John Peel, Charlie Gillett, Jon Savage, Dave Rimmer, Nik Cohn o Charles Shaar Murray en el Reino Unido. Pero la leyenda de Lester Bangs en ciudades como California o Nueva York es aún más reconocida, por ser quizá más icónica. El fiel seguidor de William Burroughs encarnó el mito del “Born to be Wild” de Steppenwolf, e inspiró la etiqueta “heavy metal”. Cuando estudiamos esta época, podemos afirmar que era todavía la génesis del movimiento de rock globalizado y, en cambio, Bangs ya había escrito «How to be a Rock Critic» en 1975, o ya se hablaba de que el disco era un ejercicio de “resistencia semiótica”, como dice Dick Hebdige en Subculture: The meaning of style, en el año 1979.
Pero Lester es el antiejemplo del aprecio al rock instrumental. Con una frenética e impulsiva carrera y pensamiento, soltaría parrafadas de odio contra Joe Cocker, Eric Clapton o Led Zeppelin, con argumentarios del tipo “en el rock no puede haber actividad solemne”. Claro que Lester odiaba hasta a su banda favorita y es inapropiado juzgar sus actitudes anti-intelectualistas. Con Bangs, el análisis era un flujo, un impulso. Por contrapartida, y mucho tiempo después, uno de los principales periodistas musicales británicos, el reconocido Simon Reynolds, sería quien fijase la etiqueta “post-rock”, para referirse a un lenguaje emergente basado en la progresiva pérdida del sentido lírico de la voz, y que nos ha traído una ingente cantidad de bandas, muchas de ellas, instrumentales, y otras que no, pero donde la voz se comporta como un componente instrumental más.
Y es que quizá sea esa etiqueta de “post” lo que mejor define a este lenguaje musical: “lo que viene después”. Pero… ¿después de qué? Nosotros pensamos que después de la hegemonía de la palabra, esto es lo mismo que decir: después del rock para las masas; del rockstar, del hit, después de la actitud, del circo del tv-show. El post-rock se fraguó así, como una nueva forma de solemnidad (mal que pese a Lester Bangs) en el entorno del underground primero, de la cibercultura después, entre otras tendencias descentralizadoras de la opinión pública, y que durante un tiempo habían subsumido la esencia de la música rock a un catálogo de promesas, vicios y deseos a la carta. Después, en definitiva, de todo aquél momentum, de éxtasis a finales de los 60 y los 70 que todavía se sigue recreando con etiquetas como “era dorada” o con artilugios que juegan a redefinir la historia, como la serie de HBO, Vinyl, que ya analizamos severamente aquí.
Aún pese a lo dicho, aquélla época del rock americano es digna de incluir en la historia de la música general y, en particular, en la historia del desarrollo de la música hacia un terreno cada vez más abstracto, como veremos a continuación:
En un rico artículo llamado “Una guía del rock instrumental” en la revista Ruta66 (nº 65, Septiembre de 1991), Eloy R&B, quien hoy suma ya más de 25 años narrando la historia del surf rock, nos contaba por entonces la línea evolutiva que surgió el rock instrumental en los años 50. Su texto es una joya de hemeroteca, que la revista nos ha cedido amablemente, y que está plagada de anécdotas resumidas: de cómo los músicos con más habilidades quedaban, a menudo, en un segundo plano en una escena rockera llena de escándalos y dominada paulatinamente por las discográficas, donde se buscaba vender cada vez más, ablandando su estilo en todos los sentidos (composición, arreglo, actitud, producción…). Eloy rescata unas declaraciones de Bob Spickard, de Chantays (los del mítico mítico disco, Pipeline de 1962). «La música era lo más importante y no teníamos mucho que contar… ¿Para qué necesitábamos un cantante?» El repaso nos lleva también al cambio del instrumento dominante del saxo tenor del blues de los 50 al progresivo auge de la guitarra como “instrumento perfecto para lucirse en los solos”. Pero fueron multitud de fenómenos los que hicieron posible una oleada (no la primera, pero sí la más sonada) de rock instrumental. El rock se fue contagiando de la esencia narrativa de las bandas sin voz, incluso pariodiándolas, como ocurre con Nicotine de The Vikings, que el vocalista tose cada vez que va a cantar o The Joker de Bob Bunny, un tema ridículo acompañado de carcajadas en el estribillo.
Las nuevas texturas sonoras se bastaban por sí mismas: jugando con los sonidos distorsionados se expresaban ideas sobre el mundo del motor: como Drag Race (The Vibrasonics), los trenes: Haunted Train (The Millonaires), y temas de inspiración como la aviación, la jungla y, por supuesto, el sexo. Míticos guitarristas crecieron en formaciones instrumentales, como Jeff Beck, Jimmy Page, John Entwistle; otros, no dudaban en trabajar con formaciones paralelas a sus bandas principales (caso de Los Tornados con Billy Fury, o la banda que acompañaba a Cliff Richard cuando fundaron The Shadows). En el mundo anglosajón (historia oficial) y en el resto del mundo (historia extra-oficial) se empieza a experimentar con el sonido de la guitarra como un lenguaje nuevo: Lonnie Mack o Duanne Eddy, y muchos otros pulirán la técnica de Link Wray, diluyendo cada vez más la línea imaginaria entre fundadores y continuadores. Sobre este músico, debemos detenernos para expresar mejor esa dificultad de enfocar el rock instrumental como objeto de análisis. Pero ocurre que la historia de la cultura rock está llena de contradicciones y paradojas que hacen que acercarse a ella sea un ejercicio de diversión sin límites. Y no iba a ser menos aquí.
Link Wray, precursor como pocos.
Auges y caídas del rock instrumental
Grandes Contradicciones 1/3: Link Wray y la censura política de una pieza de rock instrumental
Hemos mencionado a uno de los fundadores del género, Link Wray y debemos detenernos en él para comprender la relevancia de los sentidos sociales que la música puede generar, o a veces, degenerar. Si quedan dudas de las posibilidades expresivas de la música, no hay más que detenerse en los efectos que un par de recursos de pentatónica pueden producir en una sociedad en constante estado de paranoia. Es el caso de las reacciones de censura (política) detrás de la histórica «Rumble«, escrita por Link Wray en 1958.
Es célebre por ser el extraño y primer caso documentado de una composición de rock instrumental que es censurada. Wray fue reconocido por generalizar el uso de los «power chords», o acordes reducidos a intervalos de quinta, marcando así la línea a seguir en la búsqueda de una contundencia sonora en la que desembocaría toda la tradición de rock duro, heavy, punk… Es, en muchos sentidos, un padre del lenguaje musical de la guitarra distorsionada. Cuando escribió “Rumble” estaba jugando con registros del blues, pero llevándolos a un terreno nuevo. La palabra en cuestión significa “pelea callejera” en el slang de la época. En Rumble: el día en que un tema instrumental fue censurado, el escritor valenciano Juan Ramos nos cuenta: «Su sonido agresivo de guitarra, con ese tremolo desafiante y su cadencia, fue interpretada como una llamada a la violencia en las calles». En el germen de las revoluciones sociales de los años sesenta y el calado asunto de la segregación racial en USA, una pieza instrumental causaría de inmediato una gran “alarma social”, y de este modo asociativo, los medios de comunicación (las radios, fundamentalmente), dejaron de emitirla. Aquello, sencillamente, era demasiado. Recursos para entonces antiestéticos, como la sobresaturación del amplificador de guitarra, y otros elementos propios del “noise rock”, décadas después, y que influiría a Jimmy Page o Jeff Beck… entre muchos otros, eran un lenguaje nuevo que debía ser atribuido de significados, y aquello derivó en polémica. Rumble, pese a la censura —o más bien ayudado por ella como es costumbre—, fue un éxito en su momento que se ha mantenido presente hasta nuestros días.
Grandes contradicciones 2/3: el tapping es un invento del folklore mediterráneo
¿Y qué podemos decir de las cruzadas transculturales que de la música surgen espontáneamente? Escapando de todo procedimiento “lógico”, la música tiene la habilidad de romper fronteras casi de inmediato. Eso lo vemos en ejemplos como: las escalas árabes, que revolucionaron el rock progresivo; de cómo la percusión africana llevaron a la música metal (y bandas como Sepultura) a redefinir el concepto de tribalismo; o de cómo la vieja técnica del tapping precedió a la figura del guitar hero yankee.
No es ningún secreto ya hoy que prácticamente todo se vuelve “transcultural”. Así, es frecuente ver este término en los pocos estudios sobre rock que se realizan, como el caso del recién galardonado con el Premio Nacional de Musicología (2016), Diego García Peinazo, por su tesis: Rock andaluz. Procesos de significación musical, identidad e ideología (1969-1982). Y también, una de las revistas más interesantes sobre estudios de la Música es precisamente la Revista Transcultural de Música, de la Sociedad de Etnomusicología (SIBE). Pero es necesario emplearlo, ya que gracias a las revelaciones de internet, hoy sabemos que el rey del tapping no fue Van Halen ni Jimmy Hendrix o Jimmy Page. Fue (por una simple y documentada cuestión temporal), el italiano Vittorio Camardese.
Las sociedades anglosajonas han contemplado, atónitas, la infinidad de fenómenos culturales que existían en la Vieja Europa por su conexión con África y Asia, y los ha extrapolado a la categoría de universales, cuando no directamente los hacían suyos. Puro colonialismo cultural, pero oye, que no pasa nada. Cuando llegó la revolución sonora de la amplificación eléctrica, todo esto se redimensionó. Hubieron de pasar casi veinte años hasta que la técnica del desconocido guitarrista de Potenza se convirtiera en recurso popular; en parte del lenguaje del que beben hoy guitarristas de todo el mundo. Pero más aún, pasaron cuarenta hasta que el mundo empezó a ser consciente de este proceso histórico-evolutivo de un recurso interpretativo como es el tapping. Esto nos enseña también que, muy a menudo, tardamos mucho en explicar lo que ocurre en la cultura.
La verificación histórica de esto puede ser visto como una decepción para los fanáticos de músicos como Brian May, Eddie Van Halen, Ritchie Blackmore & Steve Vai, pero esa cuestión no es en absoluto relevante; la clave es la belleza de ver cómo la cultura fluye incontrolable, en todas direcciones y contra todo pronóstico o moda; aún a pesar de esas mencionadas «reapropiaciones culturales».
Grandes Contradicciones 3/3: de cómo el rock sin letra construye mensajes más complejos: del math-rock al prototipo “thinking man’s metal” de Aaron Turner
Hasta ahora hemos sido fieles a la historia oficial u oficiosa del rock; sus grandes exponentes y momentos dorados. A la historia del rock de masas. Pero esa complacencia acaba aquí. Necesitamos adentrarnos mucho más, si nuestro análisis pretende tener alguna utilidad. En ese descenso a otros submundos sonoro, vemos cómo la creación musical puede obsesionarse con la expresividad y mutar en un metalenguaje abstracto y escalofriantemente técnico.
Es el caso de Spastic Ink, un concepto muy vanguardista ideado por el guitarrista Ron Jarzombek en 1995, conocido también por estar detrás de proyectos del género conocido como “technical metal” como Watchtower, Gordian Knot o Blotted Science. Descubrir la figura de este guitarrista es sumergirse en un mundo donde el sonido sustituye a la palabra, donde nos sentimos entre extraterrestres (y haciendo que la experimentación en Surfing with the Alien (1987) parezca hasta infantil). Del laboratorio sonoro de Jarzombek saldría Solitarily Speaking Of Theoretical Confinement (2002), un disco concebido enteramente como la traducción, a guitarra eléctrica, de palabras comunes.
El virtuoso estadounidense fue un adelantado a su tiempo en el empleo de todo tipo de tecnologías instrumentales. Cuando el disco salió, nadie supo entender lo que ocurría, miles de compradores alucinaban sin dar crédito a la sucesión de melodías donde parecía haber sonidos “humanos” encerrados en las líneas de guitarra, como cautivas en ella. Pero al poco tiempo, esos más acérrimos fans descubrieron que la melodía de este disco se sincronizaba con ciertas películas y todo el truco se desveló.
Para aumentar el misterio en el autor y su obra, Ron Jarzombek es un personaje con nula actividad pública. Pocas noticias hemos tenido en casi dos décadas; en un prolongado silencio en cuanto a trabajos discográficos se refiere, tanto él como su hermano, Bobby Jarzombek, pueden volver en cualquier momento. Pero no son de los que están en la industria para vender. Por resumirlo con un ejemplo, Bobby fue quien rechazó a Dream Theater en 2010, cuando a la salida de Mike Portnoy, los neoyorkinos buscaban un relevo de prestigio. El músico narra que tuvo un anecdótico cruce de palabras con el asombrado mánager de la banda, pues resultó ser el único baterista que había tenido el valor o la soberbia de desestimar la invitación a probar con Dream Theater. Como con tantas otras decisiones importantes, los hermanos Jarzombek mantienen el misterio de cuándo continuará Spastic Ink, afirmando, en alguna entrevista escrita, que no volverán a trabajar juntos a menos que vuelvan a dar vida a este ilustrativo proyecto.
Hemos entroncado con el metal progresivo de lleno y eso nos obliga a hablar de Dream Theater una de las formaciones de reconocimiento transestético mundial, quienes consolidarían primeramente este estilo donde el desarrollo de lo musical ayudaría a potenciar un contenido lírico mucho más abstracto, alejado, como premisa fundamental, de un mensaje sencillo. Tanto la formación con su vocalista, James Labrie, como la versión instrumental de John Petrucci e invitados, Liquid Tension Experiment, darían un paso evolutivo más, poniendo, en la mente de millones de personas estos desarrollos melódicos complejos. El progressive metal se coronaría a finales de los 90 como uno de los estilos más “sesudos” de la música contemporánea, con un boom de miles de bandas en todo el planeta, cuya premisa pasaba por poner a la figura del vocalista en un segundo lugar. No en vano, algunas de las piezas favoritas de todo progger seguidor de Dream Theater son piezas instrumentales. También son algunas de las melodías que más mensaje esconden: como Stream of Consciousness, The Dance of Eternity o los famosos «Instrumedleys» que la banda ha venido construyendo durante décadas, con todo tipo de dinámicas estructurales de la melodía.
También ocurría ya originalmente con el proyecto de Robert Fripp, King Crimson, cuyos himnos instrumentales constituían una parte fundamental de su discografía: Red, Fracture, Larks’ Tongues In Aspic (Part I y II)… No olvidemos que coronaron la new wave del pop-rock de los años 70 y 80.
Volviendo con Dream Theater, y mucho más aún en el contexto del Berklee College of Music de Massachusetts se abrió un mundo donde este sonido y su epistemología se consolidarían: se han tomado muchas orientaciones posibles, pero a mí me parece especialmente significativa la vertiente que esta música ha tomado por fenómenos y problemas psicológicos del mundo actual. Bandas como Riverside o los británicos Haken deben su nombre, el de algunos discos y muchas canciones, a esto. Antes que ellos, Tool sería también el artífice de todo un universo sonoro de vastas extensiones. O, por citar al último gigante, Aaron Turner, uno de los grandes creadores del post-metal con bandas como Isis, quien habla de un modelo de individuo social que denomina «thinking man’s metal«.
Sonido y concepto; el sentido oculto, las drogas y el psico-rock
Si lo piensan, todo lo que hemos traído a colación representa la vieja Favola in Musica que mencionábamos con Monteverdi, aplicada al mundo actual: es la construcción activa de una mitomanía y, con ella, una identidad individual y social nueva. Es la creación de “comunidades estéticas” en torno a la música.
Con ejemplos como el que acabamos de mencionar de Dream Theater o Haken, (ese “vínculo temático” entre Psicología y el metal progresivo, encontramos uno de los puntos clave de este artículo: la afirmación de que sonido y concepto se autosustentan en la música. Y en el momento en que se produce esta relación (que es puramente contextual y contingente), este magnetismo en la mente de la gente, es difícil “volver atrás” hacia otras posibles orientaciones en el sentido otorgado, que determinado sonido o melodía pueda ofrecer. Es injusto que la música académica siga ignorando, en actitud purista, las revoluciones sonoras de fenómenos como el crossover, que no es un estilo musical, ninguna etiqueta traída con oportunismo (como la de «post-rock»); es más bien una nueva forma de comprender la historia de la música.
Los orígenes de esto se remontan al rock psicodélico, género al que le ocurrió otra gran desgracia: se fraguó un sentido único: el de la unión entre música y consumo de drogas. La experiencia estética más importante del siglo XX, que incluye vínculos con todo el Pop Art, el Art Nouveau, el Surrealismo, y otros fenómenos de las culturas underground, suele quedar simplificado banalmente en la cultura general como el de un puñado de hippies que permanecían embriagados por el deseo de la libertad de expresión. Las críticas que recibieron aquellas generaciones (Generación X) suelen ir en esta línea. Y, es verdad, el uso de estupefacientes siempre estará ahí, como trasfondo real o imaginario. La apología a las drogas y su instrumentalización (nunca mejor dicho), se hacía patente ya desde la fundación del género, en 1961, con «Let’s Go Trippin», de Dick Dale and the Del-Tones. Las “trippin jam bands” extendidas por todo el planeta. Pero todo este sentido generalizado ha caducado ya.
La relación entre la música instrumental y sus adeptos es un goce difícil de traducir a palabras, pero no somos tan idiotas como para no ver que hay mucho más en esta música, de la simple y banal búsuqeda de un estado alterado de conciencia de un público mayormente juvenil. Ni son paisajes culturales exclusivamente juveniles, ni las drogas tienen una función clave, más allá de la inspiracional. Romper el tópico y transgredir el lenguaje musical son la norma en este género, lo que lo convirtió en algo trascendente desde su origen. Es lo que ha mantenido viva una escena propia, pero siempre en la sombra.
La imagen que ilustra este artículo es un buen ejemplo de esto: la banda Apocalyptica reinventó la música metal sin necesidad de existir un vocalista, y reinventó también guitarra eléctrica sin necesidad de sacar una a un escenario. Los finlandeses no crearon un nada nuevo en realidad, pero sabían exactamente la funcionalidad (y rentabilidad) de su concepto de metal sinfónico y de paso ha puesto en el mapamundi a la Academia Sibelius de Helsinki. Lo suyo es un curioso caso de meta-estilo, donde fusionan y homenajean todo aquello que se les pasa por la cabeza, en una búsqueda de texturas y experimentación en forma de espectáculo hiperactivo donde no se echa en falta un vocalista.
El contexto español: la nueva oleada de rock instrumental
Tras varias páginas, el lector nos odiará al afirmar que, en realidad, no hacía falta alejarse tanto del contexto hispanohablante para descubrir la existencia de un tejido sonoro increíble y lleno de anécdotas. Pero así es; la presencia de bandas sin vocalista, o de largos pasajes instrumentales ha estado siempre presente en el rock hecho en España, donde el rock instrumental aparece en los años 60, con casos como Los Continentales, los Jets, Vampiros Rojos o Nivram. Más allá de aquella escena underground, muy olvidada, tuvieron un mejor reconocimiento bandas como Los Estudiantes, Los Sonor, Los Relámpagos o Los Pekenikes, quienes tras el éxito de su versión de «Los cuatro muleros«, a mediados de los años 1960, optaron por conformarse como un grupo dedicado exclusivamente al rock instrumental.
En esta década de exploración en el arte sonoro, se consolidaría el género instrumental, pero volvería a hundirse como subgénero, en un vaivén que no ha dejado de ser constante hasta nuestros días. Pero esta escena instrumental tiene, como decimos, tanta historia como la del rock en sí mismo. Es el caso del rock andaluz. Con el grupo Estoques, publicaron en 1974 el single instrumental, «Mezquita de Mohamed/Regreso a la ciudad», inaugurando así no sólo la célebre etiqueta, sino también, haciéndolo desde la pura instrumentación.
Quizá sí es más relevante hablar de la influencia que esta escena precursora tuvo sobre los grandes referentes. Es posible revisitar las imágenes del precursor festival “Rocktiembre”, celebrado el 22 de septiembre de 1978, o el relato que de éste nos dejó el documental Nos va la marcha (1979), con banda sonora publicada también, donde la España salía de la Transición y, de momento, había d eencontrarse con multitud de fenómenos como el surf-rock o el rock progresivo y sus largos pasajes instrumentales. Quienes se adelantarían en este aperturismo hacia el mundo exterior serían músicos entonces emergentes como José Carlos Molina con Ñu, Rosendo, Julio Castejón con Asfalto, o el malogrado Teddy Bautista con Los Canarios. Así nos lo viene a contar también Fernán del Val Ripollés en su tesis:«Rockeros insurgentes, modernos complacientes: juventud, rocky política en España (1975-1985)» (UCM, 2014), en uno de los todavía pocos trabajos de documentación académica que tenemos sobre la historia, creación y transformación de nuestro rock.
Toda esta panorámica aquí realizada no cuenta, de hecho, con ningún trabajo de inverstigación académica que siente un precedente en exclusiva sobre el lenguaje del rock instrumental y su epistemología. Al menos en España. Y resulta decepcionante, dado el panorama actual, plagado de ejemplos que viajan en todas las direcciones posibles: de revivals surf, como el de los veteranos Los Coronas, el blues pantanoso de Guadalupe Plata, la «movida turca» de Cuzo, o los cientos de referentes del psycho-rock, como Arrggghh!; la aceptación masiva del sonido de Toundra (stoner-metal), o ElPáramo; la epilepsia rítmica de virtuosos como Jardin de la Croix o, aún no siendo puramente instrumentales, también Cró! y su rock “cacofónico”, en esa rica microescena gallega, que se autodenomina “Colectivo Metamovida”, con bandas puramente dadaístas como Igmig o Es un Árbol.
Phonocaptors por Rubén G. Herrera.
Y qué mejor ejemplo que la escena underground nacional de rock instrumental que nos hace sacar pecho, pues, en analogía con sellos clásicos y gigantes del mundo anglosajón, que acogieron artistas instrumentales mencionados, como Capitol, Polygram, Epic Records, Surfdog Records, Sargent House, Flameshovel Records, Suicide Squeeze Records, podemos hacer una enumeración muy extensa en nuestros homólogos en España: Aloud Music, El Toro Records, Happy Place, Nooirax Producciones, y un gran etcétera. Han pasado muchas décadas, varias crisis sociales y una gran evolución del arte musical y sonoro; pero el espíritu es el mismo.
Concluyendo…
Todo esto nos hace volver a la pregunta inicial de este artículo: ¿es posible que la música instrumental exprese “cosas concretas? La respuesta es un rotundo sí, ante la mirada atónita de la musicología académica. El rock, decíamos, se está quedando mudo, pero lo hace, creemos para expresar nuevas sensaciones. Creo también que es sana la crítica necesaria a la musicología general, que renquea amnésica en un mundo impulsivo e inmediato donde el goce pleno y el trance extático mediante la música parece ser más bien una actitud ritual y tribalesca. Las “ciencias de la música” actuales no saben muy bien cómo deben analizar el contexto multidimensional de las músicas populares y permanece ajena a todo lo que ocurre en las escenas llamadas underground, donde el sonido es un depositario de sentidos esencial, inundando y configurando las mentes de los sujetos que participan en ellas.
Bandas como Melvins abrieron la brecha entre voz y guitarra, en canciones con letras incomprensibles y sin flujos cohesivos de pensamiento, donde las palabras y el significado han perdido el valor racional que deberían tener. Otras bandas como Earth o Sunn O))) lo llevaron hacia el sonido drone-doom o rock minimalista donde casi parece que existe una búsqueda nihilista de prescindir de todo mensaje. En esta línea (quizá), el universo del metal extremo lo convirtió en una epifanía de arte total sonoro, del que, con el tiempo, se estudiará en los colegios a músicos como Chuck Schuldiner (quien generalizó el concepto “death metal”), o Luc Lemay, guitarrista canadiense de Gorguts, banda de death metal que ni siquiera entra en el catálogo de “metal instrumental”. pero con la que Lemay supo establecer el foco en el lenguaje sonoro de la guitarra eléctrica, abriendo un repertorio nuevo de recursos expresivos de la guitarra, en este caso además, casi imposibles de ejecutar por otros guitarristas. El death metal ha tenido nula cabida en este artículo, y sin embargo, abrió un nuevo lenguaje musical para millones de músicos en todo el mundo. Un lenguaje hipercodificado en el que la interpretación sobre el instrumento hace tanto que resulta imposible transcribir la traducción a una partitura, pues esta se basa en recursos como la percusión sobre la guitarra o la posición específica en que se realizan los armónicos y otras formas de percutir las cuerdas.
«Create your own language», reclamaba Luc Lemay cuando las redes sociales le trajeron, como a tantos otros, al primer plano de las escenas underground, muchos años después de haber presentado sus trabajos, en la era pre-Internet. Son estas vanguardias las que han hecho posible que hoy podamos hablar de Monteverdi, psicodelia o serialismo, en un mismo plano semántico. Del mismo modo, espero haberos inspirado a pensar en la cultura y la filosofía como una misma cosa.
Luc Lemay en 2014 por Rubén G. Herrera.