Aquel hombre se detuvo, una fuerza interior lo empujó a clavar su mirada ante ese cuerpo sin sentimientos, temor y ojos vacíos. Sabía que sus labios permanecerían sellados, que nunca mediarían palabra alguna porque estaba destinado al silencio, a ser un prisionero estático, un cadáver disecado sin corazón, ese juguete roto de Esteno, Euriale y Medusa. Pese a ello él no podía dejar de mirarle, de sentir que mientras más lo veía como un ser vivo, más le mostraba su cadavérico secreto de muñeco, y si lo observaba como un objeto, parecía gritar con irritación un canto a la vida desde su cuerpo alquilado, expuesto, esclavizado a todos los que si pueden sentir empíricamente.
Había algo instalado en aquella figura humanoide que le hacía verle como un igual, como una alteridad frente a sí mismo, que de un momento a otro cascadas de sangre brotarían, echaría a andar y se iría de aquel lugar con prisas, ahogado en un tiempo y unos problemas como cada ser humano prototípico occidental. Pero nunca se movería, al menos por sí solo, ese era su amargo sino. Castigado a unos ojos sin luz, una voz dormida eternamente, exento de toda sensación, acariciado por una naturaleza sintética, muerta, viviendo sin vida, muriéndose por vivir para soltar su aliento encadenado y contar historias que nadie escuchó ni escucharán jamás.
El hombre apartó la mirada durante unos segundos, metió su mano en el bolsillo, cogió su reloj para ver qué hora era dándose cuenta que había pasado mirando aquella figura más tiempo del que creía. Alzo la cabeza y volvió a mirarla por última vez. Se apartó del escaparate y allí dejó aquel maniquí, ese pobre cuerpo desalmado en manos de las demás miradas.
Mientras aquel hombre continuaba su camino y nadie miraba al muñeco, éste le dedicó un gracias garabateado en el viento, una sonrisa de vuelo rasante y un saludo con la mano. Instantes después volvió a la posición inicial, a dormitar en ese cuerpo sin ánima, a su mundo de poliuretano.