Ángel, un imperfecto desconocido –lo era en su perfección cuando me acomodé en su coche dos horas antes–, no me habló de todo esto hasta que los últimos kilómetros de nuestro trayecto precipitaron nuestra conversación, hasta el momento deslavazada e insulsa. Su voz despachaba sus recuerdos con un trato casi administrativo. Su discurso era una meseta que amenazaba con desdibujar el aura literaria que yo anhelaba para darle con la puerta en las narices a un prolongado bloqueo creativo. Si aquellos sucesos le dolían, si existía la herida, o si en el caso de hacerlo esta permanecía sin cicatrizar, me fue imposible saberlo. Su relato era simétrico y regular como las líneas que dividían la carretera en dos.
Al parecer, había recorrido el país en innumerables ocasiones por ellas. Con algunas se veía en un rincón de una estación, anónimo entre el gentío al que podía clasificarse según el paso del algoritmo de las despedidas en el que los viajeros anduviesen inmersos. A veces quedaba con ellas en alguna esquina impersonal pero transitada de una ciudad. No era insólito que aquellos encuentros se celebrasen en centros comerciales igualmente bulliciosos. Ángel prefirió no revelar –tampoco me atreví a preguntar– si aquel patrón de fijar esas citas en lugares concurridos obedecía al temor a la intimidad o a una incapacidad para sostenerle la mirada al otro sin puntos móviles de fuga a los que aferrarse. Ángel era muy terco con las elipsis.
Con su voz grave y cristalina, Ángel me confesó, sin embargo, que aquella forma de vida regida por los continuos viajes y aquellos encuentros rápidos, casi furtivos, tocaba a su fin. En este punto creí interpretar un fino halo de derrota que acompañaba a su voz. O puede que yo intentase llenar los silencios y omisiones de su relato con emociones que no existían y allí no había más que indiferencia. Me sentí increíblemente privilegiado cuando admitió que aquel viaje que nos había unido de camino al sur era el último.
Ángel apuntaló con cifras su epílogo como viajero nómada. Sin atisbo de vanidad, la mentira no osó insinuarse en su rostro, prosiguió con algunos datos numéricos, parcos pero contundentes. A pesar de la evidente trascendencia personal del momento, no se desmadejó lo más mínimo y tampoco me miró una sola vez –jamás apartó los ojos de la carretera hasta nuestro apretón de manos unas pocas calles después–. En mi reacción, a pesar de mis intentos por ceñirme a la contención reinante, se adivinó un notable desconcierto.
Durante los últimos treinta años había mantenido miles de encuentros –él brindó cifras con nombres y ciudades, con decenas y unidades, que me desbordaron y que se me escaparon entre los dedos como arena fina– como el que aquel día cerraría su historia y con ella mi breve narración.
–Este viaje es diferente, es la única vez que repito con una. Con ella empecé todo esto y con ella acabo. Principio y fin –sentenció Ángel lacónico una vez más.
Segundos más tarde arrastraba mi equipaje calle abajo mientras su coche se perdía por una avenida repleta de turistas. Antes de bajarme ya tenía claro que iba a contar la historia de Ángel, pero fue el portazo del maletero el que me dio la idea para mi travesura: la de insinuar que lo que contaba por miles eran aventuras amorosas y no las cabinas telefónicas que su agonizante empresa había instalado por todo el país.